Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: La barra de jabón

No hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista
16.05.2020

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Era temprano en la mañana cuando José, toalla en mano, su paste y un jabón, se acercó a las pilas del Módulo de Sentenciados Dos, de la cárcel de varones de Támara.

Iba silbando, como hacía casi siempre y, como todas las mañanas, cuando abrían las celdas salía a bañarse antes de que la fila se hiciera más larga y le tocara esperar.

Sin embargo, alguien se le había adelantado, y aquello le pareció raro porque él era de los primeros en bañarse. Pero sus ojos no lo engañaban.

En el suelo húmedo, cerca de una de las pilas, estaba un hombre. De esto estaba seguro porque allí solo hay hombres. Y estaba tendido boca abajo, inmóvil, con los brazos extendidos hacia adelante.

Se acercó José a él, lo miró, y no tardó en reconocerlo. Además, no tardó en darse cuenta que aquel hombre estaba muerto.

Corriendo, regresó sobre sus pasos para informarles a los guardias. Estos no tardaron en llegar a la escena.

“Es Paulino” –dijo un sargento.

“Y parece que lo acaban de matar” dijo uno de sus compañeros.

Lea aquí: El caso del hombre desnudo

Alrededor estaban los curiosos, había un murmullo que parecía más bien un zumbido de moscas y frente a ellos el cuerpo de Paulino.

“Pucha –dijo uno de los presos–, qué mal terminó este man”.

“Se lo echaron al plato” –dijo otro.

Y un tercero, de más edad, agregó:

“Ya sabía yo que Paulino terminaría así… Nunca quiso agarrar consejo”.

“Es que era de su ley, don Carlos, y algo grave hizo…”.

“Es posible, hijo–respondió don Carlos–, y aquí es mejor andar con los pies juntos…”.

“De todos modos –intervino un cuarto preso–, no iba a salir vivo del ‘tavo’, casi estaba condenado de por vida…”.

“Pobre –suspiró otro, un hombre maduro, no muy alto, delgado y con grandes ojeras, que llevaba una Biblia en las manos–; deseo que Dios se apiade de su alma y lo resucite en el día postrero; entonces, ya no habrá llanto ni clamor ni dolor… Las cosas viejas habrán pasado…”.

Todos lo escucharon en silencio y con profundo respeto. Cuando él se acercó al cuerpo, se hicieron a un lado para abrirle camino. Mientras oraba, no se escuchó más que el ruido del viento revolviéndose entre las paredes.

Paulino

Estaba desnudo, se notaba que se había bañado ya, aunque tenía la cara llena de jabón. A su alrededor había sangre, diluida por el agua que llenaba el piso de concreto, y él se enfriaba poco a poco. Tenía una herida en la espalda, bajo el omóplato izquierdo, y de la herida sobresalía la cacha de lo que debía ser un cuchillo.

Era una cacha blanco marfil, bien pulida y con detalles artísticos. Gruesa y larga, como si hubiera sido hecha para una mano verdaderamente grande.

Cuando los guardias movieron el cuerpo, vieron que a un lado de la tetilla izquierda salía la punta del cuchillo, delgada como la lezna de un zapatero, y tan afilada como una navaja de afeitar. También era de color blanco marfil y, a juzgar por la punta que sobresalía más de dos pulgadas del cuerpo, bien podría decirse que era un cuchillo de unas quince a veinte pulgadas de largo, incluida la cacha.

Lea aquí: La peor de las noticias

Por la cantidad de sangre que se había diluido con el agua, podría decirse que Paulino murió casi al instante. El cuchillo le partió el corazón en dos, quitándole la vida en pocos segundos.

Cuando llegaron los agentes de homicidios de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI), los presos se esfumaron. Nadie estaba dispuesto a decir nada. Además, nadie sabía nada. Paulino estaba muerto y, si lo habían matado, aquel era asunto suyo… Y solo él sabía por qué había perdido la vida.

“Aquí no hay sapos” –dijo don Carlos, y todos estuvieron de acuerdo con él.

Jorge Quan

Don Jorge llegó temprano esa mañana a la Penitenciaría. Hacía un reportaje para su programa de los sábados, en Canal 6, y hablaba con el subdirector cuando le dijeron que Paulino estaba muerto en la zona de las pilas del Módulo de Sentenciados Dos.

“Mire, don Jorge –le dijo el subdirector–, usted vino por una cosa y se lleva otra. Usted va a dar la primicia de esta muerte”.

Don Jorge Quan ha trabajado toda su vida en la nota roja. Ha visto innumerable cantidad de casos criminales, y su archivo personal parece infinito. Es un apasionado del periodismo y no dejaría ese oficio por nada.

“Cuando vi el cuerpo –dice–, se me salió lo detective que todos llevamos dentro. Estaba tirado boca abajo, con aquella cacha extraña sobresaliendo de su espalda, debajo del omóplato izquierdo. Era de color melón, o marfil, como usted quiera decir, y era muy bonita; un trabajo bien hecho… Porque de que era hecho a mano, no me cabía duda. Cuando me agaché para verla mejor, me di cuenta de que estaba hecha de hueso, y de un hueso largo, como de una pata de vaca, o algo así…”.

“¿Está seguro, don Jorge?” –le preguntó el subdirector.

“Estoy seguro” –respondió don Jorge.

“Mire la punta que también es color melón, y para cualquiera, esto es un hueso largo, como de pata de vaca”.

El subdirector se quedó pensando por unos segundos. Don Jorge añadió:

“Mire, mi amigo, aquí los hombres fabrican cuchillos con cualquier cosa, pero este cuchillo es la obra artística de un hombre especial, de alguien que tiene una afición única: coleccionar huesos… Y, en mi humilde opinión, este es el hueso de una pata de vaca, porque es el único hueso con el largo suficiente para hacer un cuchillo de este tamaño… Ahora, lo que hay que averiguar, es, primero, ¿cómo llegó este hueso a la penitenciaría? Y, en mi opinión, la respuesta es sencilla. Este hueso llegó aquí con el mondongo, porque solo así se puede explicar que un hueso así esté entre estas paredes. Yo creo que a alguien le salió en la sopa de mondongo, y que ese alguien, u otro con dotes de artesano, hizo con él un cuchillo, y un muy bonito cuchillo… Por allí deben empezar las investigaciones… Y, segundo, revisar cada celda del Módulo de Sentenciados Dos para encontrar pruebas de que a alguien le gusta coleccionar huesos. Si tenía en su poder este cuchillo, seguramente tiene algunas otras cosas… Y, entre estos hombres, hay uno, o más, que saben quién es… Además, mi estimado señor subdirector, estoy seguro de que saben perfectamente quién es el asesino”.

Mire aquí: El caso del prestamista enamorado (II Parte)

El subdirector se rascó la parte de atrás de la cabeza.

Don Jorge Quan agregó:

“Mire, mi amigo –dijo–, a este hombre lo mataron a traición, eso está claro. Si se fija bien, ya estaba bien bañado, o sea, que ya había terminado el baño, y solo le quedaba lavarse la cara. Vea bien que tiene la cara llena de jabón, lo que significa que el asesino lo conocía bien, y sabía cómo se bañaba la víctima, o sea, el ritual que seguía siempre para asearse. Primero se lavaba el cuerpo, y por último la cara, y se la llenaba de jabón. El asesino, seguramente estaba escondido en alguna parte cerca de aquí, viéndolo y esperando que se enjabonara la cara para que no lo viera acercarse; cuando ya estaba enjabonado, y no podía ver, se le acercó y, con fuerza, le clavó el cuchillo por la espalda. Estoy seguro que Paulino ni siquiera sintió la muerte. Fue un solo golpe”.

“Me parece lógico lo que usted dice, don Jorge”.

“Le aseguro que así fue… O, al menos, eso es lo que me parece a mí, pero, recuerde que no soy investigador de homicidios… La gente de la DPI tal vez interprete la escena del crimen de otra manera…”.

El subdirector tenía rasquiña en la parte de atrás de la cabeza.

“Sí –dijo–, a mí me parece que tiene usted razón… Pero, ¿por qué no se llevó el cuchillo? Por ese cuchillo se va a saber quién es el asesino…”.

“Tal vez sintió que alguien se acercaba a las pilas –respondió don Jorge–; a lo mejor fue el hombre que encontró el cuerpo…”.

“Es posible”.

DPI

Los agentes reconocieron el cuerpo y empezaron a entrevistar a los presos, uno por uno, pero nadie decía nada.

“No sé, señor”.

“Aquí nadie sabe nada”.

“Ese es asunto de Paulino y del que lo mató”.

“¿Sabe usted por qué lo mataron?”.

“No sé, señor”.

“Aquí nadie sabe nada”.

“Ese es asunto de Paulino y del que lo mató”.

“Aquí no hay sapos, señor”.

Don Jorge escuchaba las respuestas, casi con aburrimiento, hasta que le tocó el turno a Mario.

Era este un hombre alto, fornido, de cara de piedra, ojos fríos y penetrantes, boca de labios rectos que nunca reían, y manos que formaban puños enormes y temibles.

Se sentó frente a los agentes de la DPI, y estos empezaron con la entrevista. Mario no abrió la boca. Solo miraba a los agentes con la fijeza de la serpiente. Sus labios no se movían.

Le puede interesar: El horrible caso de las pastillas de harina

“Hable, señor –le dijo uno de los agentes, algo molesto–; le estoy haciendo una pregunta”.

Pero Mario no respondió.

“Con este hombre no sacaremos nada” –dijo el agente, y lo despidió.

Mario se paró a unos diez pasos y se apoyó en una pared.

“¿Me permite usted que yo hable con él? –le preguntó don Jorge Quan al subdirector–. Tal vez yo le saque alguna palabra.

“Si usted quiere”.

Mario

Jorge Quan se acercó a él y, con prudencia, le dijo:

“Perdone, señor, pero me gustaría hablar con usted, si usted me da permiso…”.

“¿De qué quiere hablar conmigo?” –le preguntó Mario, con voz áspera y rostro lleno de amargura.

“Es que hay un sapo que dijo que fue usted el que mató a Paulino –le respondió don Jorge–, y a mí me parece que usted es un hombre serio y de respeto, un hombre que se hace respetar porque es un hombre completo”.

En este punto, don Jorge vio que los labios de Mario se despegaban en una sonrisa casi imperceptible.

“Dicen que usted está condenado a más de cien años –añadió don Jorge, al notar que iba por buen camino–, y que usted aceptó esa condena con valentía, seguro de que no saldrá de aquí nunca, y eso solo lo hace un hombre de verdad, un hombre completo…”.

Mario miró a don Jorge por unos segundos, se aplacó la ira que había permanentemente en sus ojos, y le dijo:

“¿Por qué dicen que fui yo el que mató a ese hombre?”.

Jorge Quan se apresuró a responder.

“Porque dicen que a usted le gusta coleccionar huesos, de los que salen en la sopa de mondongo y de res que les sirven los domingos… Y porque dicen que usted es un artista tallando esos huesos…”.

“O sea, amigo –replicó Mario, con voz ronca–, que aquí hay sapos…”.

Don Jorge no respondió.

“¿Por qué lo mató, don Mario?” –le preguntó, de repente, y con cierto temblor en la voz.

Mario lo miró. Ahora, la sonrisa era más amplia, sin embargo estaba acompañada por un brillo de ira que iluminaba sus ojos.

“Usted está en lo correcto, señor –le dijo a don Jorge–; soy un hombre completo, y soy hombre de respeto… A mí no me gusta que nadie me sombreree ni que se quiera pasar de listo conmigo… Yo no molesto a nadie para que nadie me moleste, me doy a respetar, no me gustan las bromas ni las vulgaridades, y no dejo que nadie se sobrepase…”.

“Así debe ser un hombre de verdad” –le dijo don Jorge, cuando Mario se detuvo un momento para llenar de aire sus pulmones.

Mario agregó, como si no lo hubiera escuchado:

“Una mañana –dijo–, cuando abrieron las celdas, Paulino y yo nos fuimos a bañar a las pilas. Allí todos nos bañamos desnudos, y a nadie le parece extraño porque somos machos, pero esa mañana se me cayó la barra de jabón y me agaché para recogerla. Entonces, Paulino me puso su… su… Bueno, usted me entiende, y me tocó con ella la parte de atrás… ¿Sí me entiende?”.

Don Jorge movió la cabeza hacia adelante para decir que sí.

“Pues, yo no soy marica, amigo; soy muy hombre, y eso me encendió la sangre. Así que, a la mañana siguiente, vi que él salió a bañarse, lo vigilé bien, esperé a que se enjabonara la cara, para que no me viera, y me le acerqué… Y le clavé el cuchillo con fuerza en el corazón… Pero sentí que alguien venía y me fui… Así fue como maté a ese imbécil… A un hombre como yo no se le hacen esas cosas… ¿Me entiende?”.

“Sí, le entiendo”.

“Ahora, si quiere, vaya y dígale esto a los policías… A mí no me da ni frío ni calor… De todos modos, me esperan muchos años aquí, y no tengo a nadie afuera que me espere… Que me echen otros treinta años, es lo mismo para mí”.

Nota final

En la celda de Mario encontraron tallas de hueso. Verdaderas obras de arte. Carretillas de hueso para adornar escritorios, lápices, llaveros, calaveras, virgencitas, cuchillos pequeños, dados y hasta varias piezas de dominó.

“Mario es un artista –dice don Jorge–; siempre andaba recogiendo huesos, sobre todo de vaca, y él hizo el cuchillo que acabó con la vida de Paulino. Pero, desde ese día, ya no sirven huesos en la sopa de mondongo”