Crímenes

Grandes Crímenes: La peor de las noticias

He tenido dolor y tragedias en mi vida. Son cosas que nadie puede evitar. El sufrimiento es el precio de estar vivo
14.03.2020

TEGUCIGLPA, HONDURAS.-Fue un fin de semana ajetreado. La Muerte se desató en las calles de Tegucigalpa y los cadáveres no dejaban de llegar. Noche de viernes, sábado, domingo y madrugada del lunes, y el personal de la morgue del Ministerio Público trabajando sin descanso, a medio comer y sin nada de dormir.

A Juan lo mataron a balazos.

“Diecisiete heridas de arma de fuego, doctor –le dijo uno de sus asistentes al doctor Larry–; y, según parece, no murió de inmediato porque se ve mucha sangre en el cuerpo”.

“El mayor problema no es ese –respondió otro de los asistentes del doctor, que estaba afanado en hacer otra autopsia, y que se limitó a ver el cuerpo por un instante–; el problema es que esta autopsia va a durar por lo menos tres horas, y los parientes de los difuntos están revueltos allá afuera”.

“Ni modo –dijo el doctor–, esto es así; tienen que esperar… Un poco de paciencia y vamos saliendo… Este fin de semana ha sido difícil…”.

“Sí –respondió el primero de sus asistentes–, un muerto tras otro… Parece que la Pelona anda con hambre…”.

Se escucharon algunas risas, sin embargo, se notaba en todos la tensión que aquel trabajo incesante producía. En aquel momento entró, por enésima vez, Alfredo, empleado de Atención al Público, que se afanaba en explicarle a la gente el procedimiento para retirar un cadáver de la morgue. Muy amable y muy cordial, les decía:

“Quien lo retira –decía–, debe presentar identidad con el mismo apellido del occiso; si es la esposa o el esposo, presentará Acta de Matrimonio, y, si no son casados, partidas de nacimiento de los hijos, y dos testigos, fotocopia de estos documentos, una sábana limpia para empacar al difunto… y un ataúd”.

Alfredo se sabe esto de memoria. Lo ha repetido mil veces.

“Con todos sus documentos, y las fotocopias, van a pasar a donde mi compañera Carmen Emilia Aguilera; ella les ayudará con el trámite para que retiren el cuerpo de su ser querido. Pero les pido que tengan paciencia”.

Paciencia, esa maravillosa virtud que más falta hace cuando más se necesita. ¿Cómo pedirle paciencia a un familiar desesperado, cuyo corazón sangra por dentro a causa de tan terrible dolor?

Sin embargo, Alfredo, que ha visto mil caras tristes, que ha escuchado mil lamentos, que ha sido testigo de los ríos de lágrimas que se derraman en las afueras de la morgue, solo hacía su trabajo, y lo hacía perfectamente bien… Pero…

Difícil

Visiblemente ansioso, Alfredo entró a la sala de autopsias una vez más.

“Cómo vamos con el cuerpo número doce, doctor”.

“Ya casi terminamos” –le respondió el doctor Larry.

“Yo estoy trabajando en el número once” –se adelantó uno de los ayudantes del doctor.

“Y yo estoy llenando los documentos del número nueve –intervino otro, mientras Alfredo comprobaba los nombres en su lista–; a esta pobre mujer la odiaba el que la mató. Veinte heridas de cuchillo y tres golpes contusos en la cabeza…”.

“El cuerpo número nueve es el de Clementina…” –dijo Alfredo.

“Sí; ese es”.

“Parece que la Policía ya capturó al hechor… Era un enemigo del marido…”.

“Y se desquitó su rabia con la pobre mujer”.

“¡El salvajismo del hombre!” –exclamó el doctor Larry.

“¿Cuál está listo para ser entregado?” –preguntó Alfredo.

“El de la mujer… en diez minutos”.

Alfredo salió.

“Familiares de Clementina…”.

“Hey, vos, ¿y qué pasa con el cadáver de Jorge Sánchez?” –le gritó, de repente, un muchacho.

“Señor –le respondió Alfredo, amablemente–, las autopsias se realizan conforme se hacen los levantamientos de los cuerpos. Ya le dije que ahorita se está trabajando en el cuerpo número doce. El cuerpo de su hermano llegó a la morgue a finales de la tarde y es el número dieciséis”.

Era lo mismo de todos los días. La gente desesperada, los empleados trabajando al límite de sus fuerzas, Alfredo tratando de calmar los ánimos. Pero, en medio del dolor y la desesperación, los ánimos solo los calma un milagro, y milagros solo hace Dios.

Allí había gente malhumorada, con ira, angustiada, maldiciendo a los asesinos de su pariente, tristes, malcriados... En fin. Y Alfredo batalla con eso día a día.

“Entonces –le dijo el muchacho, a grito partido–, ¿no me entregan todavía el cuerpo de mi hermano? ¿Eso es lo que me querés decir?”.

“Sí, señor. Todavía no”.

Se levantó el muchacho, se acercó a Alfredo, le dejó ir una bofetada en el rostro, y le dijo:

“¡Hartate el muerto, hijo de p...!”.

Alfredo no dijo nada. Entró de nuevo a la sala de autopsias.

Lunes

Era la madrugada del lunes, una madrugada fresca, a pesar de que no había nubes en el cielo y se anunciaba un día caluroso.

“Doctor Larry –dijo un hombre joven, dirigiéndose al doctor que iniciaba una nueva autopsia–, me envía el doctor Amadeo para que le ayude”.

“Ah, bien; muchas gracias, doctor. En verdad necesito ayuda porque estoy agotado”.

“Si gusta, yo sigo con ese cuerpo y usted se va a su casa a descansar”.

“Me parece bien. Muchas gracias”.

El doctor Larry suspiró. Se caía de hambre y sueño, y parecía que llevaba una montaña sobre los hombros. Se quitó la mascarilla, tiró los guantes en un basurero, y suspiró; luego, tomó su teléfono y llamó a su esposa.

“Amor –le dijo–, venga a traerme, por favor, que me siento muy cansado y me parece que no puedo manejar”.

La esposa no tardó en llegar. Se subió al carro el doctor Larry, le dio un beso y se acomodó en el asiento del copiloto, sin embargo, notó algo raro en ella.

“¿Qué le pasa, amor? –le preguntó–. La noto como preocupada… ¿Le pasa algo?”.

“No, nada –le respondió su esposa–; nada”.

El doctor Larry, no muy satisfecho con la respuesta, cerró los ojos. Llegó a su casa, desayunó y se durmió.

Hacia el mediodía, escuchó que alguien lloraba. Alarmado, dejó la cama. Era su esposa que trataba de secarse las lágrimas.

“¿Qué es lo que pasa, amor? –le preguntó–. ¿Por qué está llorando?”.

“No le quise decir nada antes –respondió ella–, porque usted venía cansado, pero es que desde la tarde del sábado, Luis salió de la casa y no ha regresado. Llamé a sus amigos, y me dicen que lo vieron el sábado en la tarde, pero que no saben nada más de él... Y lo llamo y lo llamo, y su celular está apagado”.

El doctor Larry sintió que algo horrible le desgarraba el corazón.

“Vamos a la Policía a poner la denuncia” –le dijo.

Policía

Llegaron después del mediodía.

“¿Cuáles son las características físicas de su hijo, doctor?” –le preguntó el policía que lo atendió.

Al doctor Larry lo conocen bien los policías y se ofrecieron a ayudarlo. Buscaba a su hijo mayor y había angustia en su cara. Además, se notaba que su esposa sufría.

El doctor dio las características de su hijo.

“Y tiene un lunar en el pelo –agregó–, en la parte de adelante; es un mechón blanco, como el de aquel cantante mexicano”.

El policía lo miró por un momento y le aseguró al doctor que tramitaría su denuncia, sin embargo, se quedó pensativo e inquieto por largos segundos. Luego, se puso de pie, se fue hacia su carro y viajó a la morgue.

“Quiero ver uno de los cuerpos que trajimos el domingo en la madrugada –le dijo a Alfredo–; tengo un presentimiento”.

Cuando le abrieron el tercero de los congeladores, el policía, dio un grito.

“¡Aquí está!” –dijo.

“¿Quién?” –le preguntó Alfredo.

“No, nada... Muchas gracias”.

Llamó al doctor Larry.

Ironía

Decían los viejitos que, muchas veces, la vida se burla de uno; que lo hace padecer cosas que uno cree que no le pasarán jamás, cosas que vemos que sufren otros, y, lo peor, es que nadie está exento de que la tragedia se ensañe en él con la misma despiadada intensidad que en los demás…

“Doctor –dijo el policía–, perdone por lo que le tengo que decir…”.

El doctor Larry sintió que la sangre se detenía en sus venas.

“¿Qué es?” –preguntó, con la boca reseca.

El policía se tomó unos segundos antes de responder.

“Su hijo –musitó, al inicio–; su hijo Luis está en la morgue...”.

“¡Qué! ¿Qué es lo que me está diciendo?”.

El Policía sintió el dolor que desgarraba el pecho del doctor Larry.

“Ayer nos avisaron que había un muerto cerca de la aldea Cerro Grande –dijo–; fuimos al levantamiento en la madrugada y lo llevaron a la morgue. Es un muchacho que tiene un mechón blanco en el pelo, en la parte de enfrente... Lo recordé cuando usted me lo describió en la oficina... pero, vine a la morgue para estar seguro... Lo siento mucho, doctor”.

Era cierto. El cadáver de Luis estaba allí, a unos pasos de donde trabajaba su padre, cansado, haciendo una autopsia tras otra desde la tarde del viernes anterior. Describir el dolor de este hombre al reconocer a su hijo sería una tarea imposible. Pero diremos que no hay sufrimiento más grande, que no hay dolor más insoportable... Perder a un hijo es lo peor que le puede pasar a un padre...

Nota final

Luis salió la tarde del sábado para verse con unos amigos. Cuando se separaron se quedó con uno de ellos. La Policía descubrió que este era el asesino. Lo mató porque lo acusaba de haberle seducido a su novia... lo cual no se ha confirmado nunca.

Mientras tanto, la morgue sigue llena, en la sala de autopsias el trabajo no se detiene y, afuera, la gente espera... y se desespera. Y Alfredo sigue haciendo su trabajo...