Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El pecado de Terencio

Bien dijo Rubén Darío que entramos al mal por la puerta del Paraíso artificial
18.01.2020

TEGUCIGALPA, HONDURAS.-
(Primera parte)
Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.

Cuando llevaba sus vacas al potrero, un señor descubrió el cuerpo de Terencio, tirado boca abajo a una orilla del camino real, cubierto de heridas por las que había brotado la sangre hasta dejar vacías sus venas.

Vestía un pantalón negro, una camisa que fue blanca en otro tiempo, y que ahora estaba desgarrada y manchada de sangre, y calzaba botas de hule, altas y viejas. Tenía una herida grotesca en la parte de atrás de la cabeza, y muchas más en la espalda. Según el jefe de la Policía que llegó a reconocer el cadáver, lo mataron allí mismo, después de perseguirlo, solo Dios sabe desde dónde.

Terencio no se defendió. Aunque sobre el terreno arcilloso y húmedo se veían marcas de botas, no demostraba eso que se hubiera luchado en aquel lugar. El asesino corrió detrás de Terencio, este, seguramente, fue más lento, y no pudo escapar. Entonces, lo atacaron a machetazos y allí mismo lo mataron. Cuando le dieron vuelta al cuerpo, no tenía ninguna herida en la cara ni en el pecho. Lo que lo había matado, en opinión del Clase III, fue el machetazo en la cabeza.

“Se le veía el cerebro –dice, con un estremecimiento–; el que lo mató lo agarró con odio y con cólera, y no le tuvo compasión. Es seguro que lo vigió desde temprano, seguro de que Terencio pasaba por aquel camino todas las noches, cuando regresaba a su casa, luego de tomarse unos tragos en la aldea. Como hay luna llena, es posible que Terencio se diera cuenta que alguien sospechoso estaba en el camino, y, a lo mejor, trató de escapar…”.
El Clase hace una pausa, se empina la botella, y la cerveza pasa a su estómago como si fuera agua. Es la tercera que se bebe.

“Pero, ¿por qué alguien querría ver muerto a Terencio?” –se preguntó después.
Nadie le responde.

“Era un hombre sencillo –agregó, poniendo sal y limón a la cuarta botella que le sirvieron–; trabajaba como ordeñador y no se metía con nadie. Vivía con la mamá, a pesar de que ya tenía más de treinta años, y era callado, aunque cuando tomaba, lo que hacía cada viernes y sábado, hablaba más de la cuenta”.

Hizo otra pausa, la mitad de la cerveza desapareció de la botella, y, luego, añadió:
“¿Por qué matarlo? ¿Qué hizo Terencio para que alguien se tomara la molestia de vigiarlo, esperarlo, perseguirlo y matarlo? ¿Qué tan grave y qué tan imperdonable fue su falta?”.
La cuarta botella quedó vacía, eructó el Clase, cubriéndose la boca con el dorso de una mano, y pidió la quinta cerveza.

“Es la última –nos dijo, con una sonrisa–; seguro. Ya no tomo como antes, desde que me dio cirrosis y casi me muero…”.

¿Cómo tomaría antes si en poco tiempo se bebió cinco caguamas?

DPI

El agente de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI) se acomoda en su silla, después de beberse la tercera taza de café, y dice:

“Terencio no tenía enemigos. Como dijo mi Clase, no se metía con nadie y nunca tuvo siquiera una discusión con alguien, a pesar de que bebía mucho los fines de semana. Entonces, ¿por qué matarlo? Y, ¿por qué de aquella forma?”.

El Clase arruga la cara después de chupar un pedazo de limón con sal, e interviene:

“Eso mismo me pregunté yo –dijo–. Era un hombre sencillo; bolo, pero no daba problemas”.

“Entonces –dijo el agente, recuperando la palabra–, ¿por qué lo mataron?”.

“Buena pregunta” –exclamó el Clase.

“¿Qué fue lo que hizo?” –preguntó el agente.

Siguió a esto un momento de silencio mientras servían la comida. El filete del Clase era gigantesco porque, como había dicho, “aprovecháte gaviota que, como esta, no verás otra”.
El agente continuó:

“La última vez que lo vieron con vida fue cuando salió de la cantina de la aldea. Había bebido, como siempre, y, a eso de las once de la noche, se fue para su casa, a poco más de un kilómetro. A unos quinientos metros de su casa lo mataron”.

Empezamos a comer.

“Era un caso raro –añadió el agente, después de unos segundos–, o sea, que no tenía motivos para que mataran a un hombre como aquel, y menos de esa forma; sin embargo, en la manera de muerte estaba la respuesta, y lo primero que hicimos fue pensar en el criminal”.

Nueva pausa.

Luego, siguió diciendo:

“Lo más seguro era que tenía motivos para matarlo, y motivos graves, aunque se sabía que Terencio nunca le hizo daño a nadie. No tenía mujer, no se le conocía novia, y su madre dijo que no pensaba en casarse todavía. Sus amigos eran escasos, y sus compañeros de cantina, pocos. Bebía, y bebía solo, y en silencio. Jugaba pelota, trabajaba mucho, y ayudaba a su mamá y a su hermana, una mujer que quedó sola y con cinco hijos, cuando a su marido lo aplastó el tren en su camino hacia Estados Unidos”.

Mueve el expediente del caso hacia mí, y me enseña una fotografía. Terencio era joven y vigoroso; un olanchano de pura cepa.

“Entrevistamos a muchas personas en la aldea –dijo, después, el agente, bañando de chile su filete–, y no encontramos nada que nos diera una pista, algo qué seguir”.

El cantinero

“Terencio se fue a eso de las once” –dijo el dueño de la cantina.

“¿Iba solo?”.

“Sí, como siempre”.

“¿Estaba llena la cantina esa noche?”.

“Sí, como siempre… o sea, como cada fin de semana… Mire, señor, es la única diversión que tienen los hombres de por aquí… Usted entiende…”.

“Dígame, ¿se acuerda usted quiénes estaban en la cantina esa noche?”.

El cantinero dejó que pasaran unos segundos, hizo memoria, miró hacia el techo, luego al suelo, y, al final, dijo:

“Sí, sí me acuerdo… Bueno, ¿cómo no recordarlos si casi siempre son los mismos?”.
“Deme los nombres”.

“Bueno, los nombres de todos no los conozco, pero por los apodos, me los sé casi todos… ¿Le sirven?”.

“Sí”.

El cantinero empezó a hablar:

“Chano, El Gato, Beto, Toño, El Bizco, Pata de Catre, don Luis, don Chindo… o sea, don Gumersindo, Luis el negro, Neto, Sarampión, Moncho el renco, el nariz de chile dulce…”
Hizo una pausa el cantinero y se rió. Luego, explicó, con voz clara.

“Es que es narizón y tiene así como un canal en la punta de la nariz, un canal grande, como del chile dulce… Por eso le dicen así, y él no se ofende…”.

El agente tomaba notas.

“Y, ¿siempre son los mismos clientes?”.

“Casi siempre… Pero son buenos clientes…”.

El agente carraspeó para aclarar la garganta.

“Dígame, ¿faltó alguno esa noche? Alguno de ellos que usted no vio ese viernes…”.
El cantinero hizo memoria una vez más. Dejó pasar el tiempo, y se apoyó en la barra. Pensaba.

“Pues, mire que no sé… No sé…”.

“No se preocupe –le dijo el detective–; tómese su tiempo… Yo espero”.

“Usted dice si uno de los clientes de siempre no vino ese viernes…”.

“Sí”.

Pasaron varios segundos más.

“Pues, mire que no estoy seguro”.

“¿Vinieron todos?”

El cantinero no contestó.

“¿Quiere una cerveza?” –dijo, de pronto.

“No, gracias; estoy de servicio”.

“Mire que mi señora está asando carne de vaca en el fogón, y con una cervecita cae bien…”.

“No, gracias. Le acepto la carne, y me gustaría que recuerde bien a los clientes de esa noche…”.

“Es que me parece que no le entiendo bien lo que quiere saber”.

“Bueno, quiero saber si usted notó algo raro en su negocio esa noche”.

“Raro ¿cómo qué?”.

“Bueno, si Terencio discutió con alguien, por ejemplo”.

“No, señor; él nunca peleó con nadie. Era bien tranquilo. Se paraba en aquella esquina, se bebía un litro de guaro, no de una sola sentada, por supuesto, y después se iba, bien prendido, pero no se metía con nadie”.

“Y, ¿siempre bebía solo?”.

El cantinero volvió a estrujar su cerebro.

“Casi siempre”.

“¿Con quién bebía cuando no lo hacía solo?”.

“Con cualquiera que se le acercara; como aquí todo el mundo se conoce”.

“Pero, ¿tenía algún amigo en especial, alguna persona con la que se llevara más, aunque no fueran amigos?”.

“No, señor; ya le dije que no se llevaba con nadie; no porque fuera enemigo de todo el mundo, sino porque era solitario, hablaba poco, aunque se iba de la lengua cuando estaba bien caliente, porque el guaro pega fuerte… Pero, en decir verdad, no era amigo de nadie, o sea, que no se engavillaba con nadie, pues; eso es lo que le quiero decir”.

“Bueno –suspiró el agente–, entonces, ¿no vio nada raro esa noche en la cantina?”.

“Raro, no”.

“Pero, ¿vio algo?”.

“¿Cómo qué?”.

Fue en ese momento en que el Clase III intervino. Casi arrancó de las manos del agente la libreta de notas, y, sin decir nada más, empezó a decir:

“Mirá, Tano, vos como que no querés entender lo que el muchacho te dice; a lo mejor sabés algo y no querés colaborar con la Policía, y eso está mal, muy mal porque si sabés algo y no querés decirlo, te vas a ir de patitas por cómplice… ¿Entendés?”.

“Sí, sargento; entiendo, pero…”.

“Vamos a ver –lo interrumpió el Clase–, te voy a leer los nombres, y vos me decís si uno faltó esa noche”.

El Clase empezó a mencionar los nombres de los clientes.

“¡Ya sé!” –gritó, de repente, el cantinero.

“¿Qué sabés?” –le preguntó el Clase, mirándolo directamente.

“Ya que me acuerdo, sí pasó algo raro ese viernes…”.

“¿Qué fue? A ver, decílo”.

Aun así, el cantinero se tomó un tiempo más.

“Pues, ahora que lo dicen ustedes, hay algo raro… Miren… Uno de mis clientes viene los viernes desde las seis, se toma diez y hasta quince cervezas, se está con los amigos en una mesa, y se va como a las doce, o a la una… Y así es todos los viernes… Los sábados solo viene a desengomarse… Pero, ya que lo dicen ustedes, ese viernes solo vino un rato, como a las seis y media o las siete, entró, miró para todos lados y no se fue a la mesa de costumbre… Uno de sus amigos lo llamó y él dijo que ya iba a regresar; se fue, y no bebió…

Bueno, no regresó… Y eso me parece raro ahora porque nunca ha faltado un viernes… Vino, se fue, y no regresó…”.

“¿Andaba tomado?”.

“Pues, creo que no”.

El agente hizo una pausa; luego, dijo:

“Dígame una cosa, ¿ya estaba Terencio en la cantina?”.

“Sí… Ya estaba aquí…”.

Dijo esto y miró hacia la esquina derecha de la barra.

“Y, ¿cómo se llama este cliente?”.

“Le dicen Neto; se ha de llamar Ernesto…”.

“Y, ¿siempre ha sido un buen cliente?”.

“Nunca ha dejado de venir… ni un viernes”.

“Pero faltó ese día”.

“Sí”.

“¿Está casado ese Neto?”.

“Sí, con una mujer muy bonita… descuidada, pero bonita… Le ha puesto cinco cipotes…”.
Como todo cantinero, este era muy conversador.

“Y, ¿usted sabe si Terencio y Neto se llevaban bien?”.

“Pues, ni bien ni mal…”.

“Y, ¿no faltó nadie más esa noche?”.

“Que yo recuerde, no… Solo Neto”.

El agente suspiró.

“Bueno –dijo–, vamos a hablar con otras personas… A ver qué encontramos… Y, a Neto ¿dónde lo podemos hallar?”.

CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA...