Crímenes

Grandes Crimenes: Matar a un general

Desde que Judas vendió a todo un Dios, ¿qué se puede esperar del hombre?

    30.12.2017

    Este relato narra un caso real.
    Se han respetado los nombres.
    SERIE 1/2

    La mañana del jueves 19 de diciembre de 1991 un helicóptero UH-1H de la Fuerza Aérea Hondureña se estremeció ante las violentas ráfagas de viento que corrían como un huracán entre las montañas del departamento de La Paz.

    “Tenemos que cambiar de ruta, señor –dijo, entonces, el teniente Jaime Prieto, dirigiéndose al general Danilo Carbajal–; el viento es muy fuerte en esta zona”.

    “Usted es el piloto, teniente –respondió el general–; haga lo que le parezca mejor”.

    “La mejor ruta es bordeando la frontera con El Salvador, señor”.

    “Siempre y cuando se mantenga lejos de los guerrilleros del Farabundo, no hay problema, teniente”.

    “Entendido, señor”.

    El helicóptero hizo un giro, se elevó mil pies más y se alejó de las montañas cubiertas por la espesa niebla de la mañana. Pero, momentos después, estaba en tierra, en una meseta despoblada, cerca del pueblo de Cacaopera, en territorio de El Salvador. Sus nueve ocupantes estaban muertos. Los habían matado a balazos.

    Presidente
    “Necesito su ayuda, doctor”.

    “Estoy para servirle, señor Presidente”.

    Carlos Andrés Pérez, presidente de Venezuela, dejó pasar unos segundos antes de continuar. Denis Armando Castro Bobadilla, Médico Forense, esperaba con el auricular del teléfono en una oreja.

    “No queremos que este incidente dañe las buenas relaciones de nuestros dos países”.

    El presidente daba un rodeo.

    “No entiendo su preocupación, señor presidente” –le respondió el doctor.

    “Se dice que el helicóptero fue abatido por guerrilleros salvadoreños”.

    “Más bien, señor –aclaró el doctor–, se dice que fue abatido por guerrilleros venezolanos que combaten con el Farabundo Martí”.

    “Eso es lo que me preocupa, doctor”.

    “Entiendo” –murmuró Denis Castro.

    “Si se comprueba que hay venezolanos en la guerrilla salvadoreña, el conflicto podría agravarse, doctor –agregó el presidente–, aunque hasta ahora solo son rumores… No sabemos de ningún venezolano caído en combate en la hermana República de El Salvador”.

    “Por lo pronto –dijo el doctor–, tenemos nueve militares hondureños muertos, caídos en territorio salvadoreño…”

    “Eso es lamentable, doctor; sentiría mucho que el Ejército hondureño, en represalia, se involucre en el conflicto…”

    “Esperemos que no suceda”.

    “Necesitamos su ayuda, doctor –añadió Carlos Andrés Pérez, después de un momento de silencio–; acabo de hablar con el Jefe de la Misión de Observadores de las Naciones Unidas en El Salvador, el señor Iqbal Riza, y los dos estamos de acuerdo en pedir su ayuda para aclarar este caso”.

    “Tengo entendido que el hecho acaba de suceder”.

    “Así es, doctor, y tenemos la confianza de que la escena esté intacta…”

    “Entonces, no hay tiempo que perder”.

    “El presidente Cristiani de El Salvador acaba de enviar un avión por usted a Tegucigalpa. En el aeropuerto de Ilopango lo esperan dos helicópteros de la ONU para llevarlo a Cacaopera…”

    “Estaré listo en diez minutos”.

    “Doctor”.

    “Dígame, señor presidente”.

    “Lamento mucho esta situación, y me preocupa que las Fuerzas Armadas de Honduras estén movilizando soldados y artillería a la frontera, en un afán de venganza contra el Farabundo Martí”.

    “Creo que sería más preocupante que guerrilleros venezolanos se enfrenten a soldados hondureños, señor presidente… Ya tienen suficiente con el ejército de El Salvador”.

    “Por lo que me dice, doctor –dijo el presidente–, ¿debo entender que usted afirma que algunos de mis compatriotas combaten en territorio salvadoreño?”

    “Usted lo sabe mejor que yo, señor presidente… Por aquí se dice que un teniente coronel de sus Fuerzas Armadas, llamado Hugo Rafael Chávez Frías, de marcada tendencia comunista, organiza batallones de voluntarios entre los soldados bajo su mando, y que estos vienen a matar y a morir a El Salvador”.

    El presidente guardó silencio.

    “También yo tengo esa información, doctor, pero el oficial Chávez Frías lo niega rotundamente”.

    Foto: El Heraldo

    Viaje
    Los dos helicópteros blancos, identificados con las enormes letras de la ONU, despegaron en medio de un gran estruendo. En uno de ellos viajaba el doctor Castro, en compañía de altos funcionarios de las Naciones Unidas, médicos forenses de El Salvador y periodistas internacionales. El segundo helicóptero servía de escolta.

    “El helicóptero hondureño se veía desde lejos –dice el doctor Castro–. Estaba asentado en una meseta amplia, en la que había pocos árboles y muchas piedras, y, a primera vista, parecía que el helicóptero había aterrizado sin problemas. En un círculo, que los militares llaman “de seguridad”, estaban varios hombres armados”.

    “Son guerrilleros del Farabundo Martí, doctor –le dijo un funcionario de la ONU al doctor Denis Castro–; ellos aseguran que el helicóptero atacó sus posiciones y que se defendieron…”

    “Y lo derribaron” –añadió el doctor.

    “Así es”.

    “Aunque me da la impresión de que el helicóptero aterrizó sin mayores problemas…”

    “No sabría decirle, doctor”.

    El doctor miró atentamente por su ventana.

    “¿Todos son guerrilleros?” –preguntó, poco después.

    “Todos, doctor; es territorio del Frente…”

    “¿Y esos hombres blancos, altos y fornidos también son guerrilleros salvadoreños?”

    El funcionario de la ONU miró hacia abajo, miró al doctor Castro y se mordió los labios; luego, levantó los hombros.

    Escena
    Los helicópteros blancos aterrizaron a unos doscientos metros, el doctor bajó y, en pocos minutos, llegó a la escena, en compañía de los funcionarios de la ONU y los periodistas.

    El helicóptero estaba en tierra, intacto. Las hélices estaban en buen estado y solo en el rotor de la cola se veían manchas de aceite y algunos orificios de bala.

    “Este helicóptero no fue derribado, señor –dijo el doctor–; fue atacado desde tierra, las balas dañaron el rotor de cola y lo obligaron a descender, pero no fue derribado… Todos sabemos que estos aparatos son blindados y que resisten cualquier ataque que no dañe las hélices ni los motores…”

    Uno de los funcionarios de la ONU tomaba nota a gran velocidad.

    El doctor avanzó un poco más.

    Adentro estaban los cuerpos del piloto y del copiloto, muertos en sus asientos y todavía con los cinturones de seguridad puestos. En la parte de atrás estaban dos oficiales, muertos a balazos, y tres soldados más, entre ellos, dos sargentos, muertos también, sobre un lago de sangre.

    “¿Cómo pudieron morir a balazos estos hombres?” –se preguntó el doctor.

    “Fueron dados de baja por guerrilleros del Farabundo Martí para la Liberación Nacional” –gritó, de repente, un hombre alto, de tez blanca, acabada de afeitar, ojos claros y finas facciones–. Invadió territorio controlado por la guerrilla y abrieron fuego contra nosotros; respondimos al ataque y lo derribamos”.

    “Y –dijo el doctor Castro–, ¿podría decirme usted con qué armas los atacaron desde el helicóptero, señor?”

    El guerrillero se quedó pensando por un momento.

    “Este helicóptero no está artillado, lo que significa que no pudo atacarlos, como usted dice”.

    El hombre se mordió la lengua.

    “Además –añadió el doctor Castro–, no veo en el helicóptero armas pesadas…”

    El hombre dio un grito.

    “¿Vino usted a juzgar nuestras acciones o a investigar la muerte de los invasores hondureños?” –preguntó.

    El doctor no dijo nada.

    Vestía este hombre el uniforme de los guerrilleros y llevaba anudado al cuello un pañuelo rojo y negro con las siglas FMLN pintadas al frente. De uno de sus hombros colgaba un fusil AK-47 y en el pecho llevaba varias granadas de mano, un yatagán y una pistola Tokarev. Detrás de él, varios guerrilleros hacían guardia, entre estos, algunas mujeres de marcados rasgos indígenas, al igual que el resto de sus compañeros. A un lado estaban tres guerrilleros más, de piel blanca, y tan altos y fornidos como el primero.

    “¿Dónde están los otros dos hombres? –preguntó el doctor–. Tengo entendido que viajaban en el helicóptero nueve hombres.

    “Están más allá” –respondió el hombre.

    El doctor miró hacia el lugar que le señalaban y empezó a caminar hacia allá, sobre las pierdas rodeadas de hierba. Entonces, el hombre, que lo seguía de cerca, dijo, entre dientes:

    “Tarde piaste, pajarito”.

    El doctor se detuvo, miró al hombre a los ojos y le dijo:

    “Esa expresión es típica de los venezolanos, y el acento con el que lo dijiste es el tono de voz que identifica a los caraqueños…”

    El hombre miró al doctor, asombrado.

    “Entonces –agregó el doctor–, es cierto que soldados comunistas de Venezuela combaten con los guerrilleros de El Salvador… ¡Y la ONU no sabía esto!”

    Rió el doctor maliciosamente y siguió avanzando. El hombre y sus compañeros se retrasaron unos pasos.

    “Tiene razón de estar preocupado Carlos Andrés Pérez –dijo, en voz alta–; si el mundo llega a saber que soldados venezolanos combaten como guerrilleros en una tierra que no es de ellos, su gobierno se va a tambalear…”

    “Déjeles eso a los políticos, doctor –dijo el hombre–. Ustedes, a lo que han venido”.

    Muertos
    El doctor se detuvo frente al cadáver de un hombre de baja estatura y de rasgos indígenas que llevaba en camisa el apellido “Mejía”. Tenía un disparo en la frente.

    “Caballeros –exclamó el doctor–, siento decirles que este sargento del ejército hondureño fue ejecutado a sangre fría… Le dispararon a quemarropa en este sitio, cuando ya estaba en el suelo… Como ven, no tiene más heridas y no hay ningún arma a su alrededor…”

    Se puso de pie, avanzó unos pasos y se detuvo ante un segundo cuerpo. En el uniforme, este lucía tres estrellas bordadas y sobre la bolsa izquierda de su camisa se leía este apellido: “Carvajal”, escrito así, con “V” dental. El doctor se agachó.

    Era este un hombre blanco, alto, de agradables facciones y cuerpo robusto. Estaba boca arriba, tirado sobre la hierba, con las manos extendidas hacia los lados y los ojos entreabiertos.

    “Este hombre no murió en combate –dijo, pocos segundos después el doctor, mientras abría la camisa del oficial–; a este hombre lo mataron disparándole a quemarropa…”

    Se detuvo por un momento.

    “Tenemos anillo de ahumamiento en la tela de la camisa –añadió–, lo que nos dice que el arma asesina fue disparada a unos tres centímetros escasos…”

    Calló de nuevo y expuso el pecho, a la altura del corazón.

    “Y aquí vemos a simple vista –agregó–, signos de carboxihemoglobina, la unión de la hemoglobina con el monóxido de carbono, que ha dejado una coloración exageradamente rosada en la piel, alrededor del sitio de entrada de la bala… bala que fue disparada a quemarropa…”

    Los guerrilleros se veían entre ellos.

    “Murieron en combate, doctor” –dijo el hombre, que actuaba como si fuera el jefe de los guerrilleros.

    “Aunque repitamos una mentira mil veces, no se va a convertir en verdad –replicó el doctor–, y las ciencias forenses no mienten… Estos hombres, al igual que los que están en el helicóptero, fueron ejecutados en tierra…”

    El silencio que siguió a estas palabras fue completo. Solamente se escuchaba el aire helado barriendo la meseta.

    “Voy a tomar muestras para analizarlas en el laboratorio –agregó el doctor–; después de eso, pueden retirar los cadáveres y llevarlos a Tegucigalpa…”

    “Creo que ya no estamos tan seguros aquí, doctor –dijo, entonces, un funcionario de la ONU–; le propongo que retiremos los cuerpos y que tome las muestras en Tegucigalpa… Los guerrilleros están pidiendo instrucciones a sus dirigentes políticos…”

    “¿Qué más pueden hacer? –preguntó el doctor Castro–. ¿Ejecutarnos también a nosotros?”

    Continuará la próxima semana...