Crímenes

En la selección de Grandes Crímenes esta semana el caso: El amigo innecesario

29.07.2017

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado algunos nombres.

Este caso se basa en el testimonio de la esposa de la víctima y en las declaraciones del policía que lo investigó, en dos testigos, ya ancianos, y en la declaración de un pariente del asesino que desea permanecer en el anonimato. No existe expediente judicial ni información periodística.

Don “Tavo”. A don Gustavo Garay lo mataron a machetazos una tarde serena y fresca en la que se respiraba paz y tranquilidad. Había salido de una pulpería, en Germania, y llevaba comida para su familia. Era un hombre bueno y trabajador, servicial y generoso y estaba lleno de amigos, por lo que su muerte le dolió a mucha gente. Pero ¿por qué lo mataron?

Era un hombre sencillo y humilde que no se metía con nadie. Es cierto que le gustaba el “Yuscarán”, con sal y limón, pero nunca en sus borracheras ofendió a nadie, jamás buscó un pleito y nunca respondió a una provocación. A lo más que llegaba, cuando el guaro lo entusiasmaba, era a gritarle vivas al Partido Liberal.

“Era más liberal que el propio Villeda Morales –dice su viuda, hoy de ochenta y cuatro años–, y era lo que en aquel tiempo se decía: un liberal sufrido”.

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Aquella tarde fatídica era una de esas tardes ya olvidadas de julio de 1959, Honduras estaba a escasos días del intento de golpe de Estado de Armando Velásquez Cerrato y a tan solo diez años del final de la oprobiosa dictadura de Tiburcio Carías Andino. Había caído Julio Lozano, el aprendiz de tirano, heredero de Juan Manuel Gálvez, y el triunvirato le devolvió el poder al pueblo, pero nada de eso había cerrado las heridas que el doctor y general abrió en el país con su doctrina de entierro, destierro y encierro.

“Los liberales son enemigos –decía el general Carías–, y hay que eliminarlos donde se encuentren”.

Y aquella política genocida echó raíces en la mente podrida de algunos de sus apóstoles más siniestros. Pero nada de eso aplacó en los liberales su espíritu y, para 1959, eran gobierno, mientras los militares quisieran. Y Gustavo Garay se sentía orgulloso de su partido y de su presidente.

“El guaro y el partido eran sus únicos vicios” –dice doña Demetria.

Pero esa tarde lo mataron por la espalda. El primer machetazo se lo dieron en la cabeza pero el machete resbaló en el cráneo y le cortó la piel, arrancándole una oreja y provocándole una hemorragia severa. El segundo vino poco después, cuando el alarido de dolor de Tavo aún no se había extinguido en el aire. Pero esta herida fue grave. El machete entró en la cabeza. Luego siguieron varios golpes más, hasta que Tavo, en medio de un charco de sangre, empezó a morir.

Cuando le avisaron a su esposa, esta llegó al lugar, seguida de sus hijos y de algunos vecinos.

“Tenía la cabeza deshecha –comenta un antiguo policía de la Guardia Civil, hoy de ochenta y seis años, que fue el primero en llegar a la escena del crimen–, y la espalda estaba partida en dos, pero respiraba y quería decir algo”.

Su esposa se sentó en el suelo, sobre la sangre todavía caliente que empapaba la tierra, y lo levantó como pudo, puso la cabeza despedazada en sus piernas y gritó pidiendo ayuda.

“¿Quién fue? –le preguntó–. ¿Quién te hizo esto?”

La sangre ahogaba al moribundo y le impedía hablar.

“Vamos a llevarlo al San Felipe” –dijo el policía–. Tal vez le pueden salvar la vida”.

Pero no se pudo hacer nada. Murió en la patrulla de la policía.

Investigación. Renato era uno de esos policías de antes, hecho en la dictadura, pero enemigo del crimen, y juró que encontraría al asesino.

“Esto no se hace –dice don Renato, cincuenta y ocho años después–; a un hombre no se le mata por la espalda. Solo los cobardes hacen eso”.

Pero, ¿cómo encontrar al criminal?

“Lo primero que hice –dice don Renato–, fue traer a mi gente, la que tenía en Loarque, y pedí apoyo a la Central. Llenamos Germania de hombres, estando el cadáver todavía caliente, y preguntamos a todo el mundo, porque en un caso criminal, siempre hay alguien que sabe algo, y si no habla por la buena, pues, hay que hacerlo hablar por la mala”.

En la pulpería le dijeron a los policías que Tavo se llevaba bien con Polo, su mejor amigo, y que lo investigaran a él.

“¿Por qué? –preguntó Renato.

“Pues, es que son amigos y algo debe saber”.

“A mí me vas a hablar claro –gritó el policía–; algo sabés vos y vas a me lo vas a decir”.

“Yo no sé nada pero a mí me dijeron que se habían peleado…”

“¿Quién te dijo eso?”

“Goyo”.

“¿Dónde vive Goyo?”

Declaración. Goyo, temblando de pies a cabeza, se presentó ante Renato.

“¿Qué sabés de la muerte de Tavo Garay?” –le preguntó este, con acento amenazador.

“Mire, a mí lo que me dijeron es que habían discutido y me extrañó porque son buenos amigos. Siempre están juntos, Polo pasa metido en la casa de Tavo y lo comparten todo…”

“¿Dónde está Polo?”

“No sé y también es extraño que no esté aquí, siendo tan amigo de Tavo como era…”

“¿Qué querés decir?”

“Pues, usted es el policía”.

En ese momento llegó uno de los subalternos de Renato y le dijo:

“Aquí está esta señora que quiere hablar con usted”.

Renato la miró.

“¿Qué tiene que decir?” –le preguntó.

“Mire, señor –dijo la mujer, nerviosa–, yo le advertí al finado que tuviera cuidado con su amigo porque él había dicho que se lo iba a llevar de encuentro”.

“¿Qué quiere decir eso?”

“Pues, que lo iba a matar”.

“¿Dijo por qué?”

“Pues, eso es lo raro, porque ellos era amigos, pero eso dijo una noche, allí en la pulpería, que él iba a matar a Tavo”.

“¿Quién más oyó eso?”

“Yo y mi sobrina”.

“¿Dónde está su sobrina?”

“Aquí, señor”.

“¿Qué fue lo que escuchaste esa noche? ¿Es cierto que Polo dijo que iba a matar a su amigo?”

“Sí, señor, eso dijo”.

“¿Dijo por qué lo iba a matar?”

“Es que como Tavo Garay era liberal y Polo es nacionalista, de los de Carías, pues por eso dijo que aunque fueran amigos él tenía esa espina con Tavo y que se la iba a sacar”.

Polo. Era un hombre mayor que Tavo, nacionalista de pies a cabeza, que añoraba cada día el que la bandera de su partido ya no ondeara en Casa Presidencial. Aunque era buen amigo con Tavo, resentía mucho que este fuera “colorado”, como él decía, y le molestaba que gritara vivas al partido Liberal cada vez que se emborrachaba.

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“A mí me arde que este sea colorado –dijo, en la pulpería–, por eso me lo voy a llevar por delante”.

“¿Cómo le vas a hacer eso si es tu amigo?” –le dijo una señora.

“Es que los liberales son enemigos…”.

“Esa mujer declaró hasta después –dice don Renato–, pero su testimonio sirvió de mucho”.

Esa tarde, Tavo salió de la pulpería y caminó solo hacia su casa. Llevaba comida para su familia. Cuando bajaba una cuesta solitaria, sintió el primer machetazo, y gritó desesperadamente, pero el segundo lo calló para siempre. Ya en el suelo, el machete cayó sobre él varias veces más.

“Eso no podía dejarse pasar –dice don Renato–. Yo quería hablar con Polo y mandé hombres a buscarlo hasta debajo de las piedras, pero no lo hallamos por ninguna parte”.

“Vayan a Yaguacire –le dijo, entonces, un hombre que lo conocía–; si no está donde la esposa ni donde la mamá, allá tiene un buen amigo que se llama Genaro…”

Yaguacire. Polo entró al patio de la casa de Genaro y este, al verlo, se levantó de un salto de su silla.

“¿Qué te pasa?” –le preguntó–. ¿Qué hacés con ese machete lleno de sangre?”

“Es que acabo de matar a un hombre –le respondió Polo–, y quiero que me des posada por un día”.

“Mirá –le dijo Genaro–, yo no quiero problemas con nadie. Quedate aquí pero si la policía te viene a buscar, yo te entrego”.

“Vos que les decís algo y te hago picadillo con este machete”.

Genaro calló por un momento, luego, le preguntó:

“Y, ¿a quién mataste?”

“A un colorado hijo de su madre –le respondió–; ya me tenía hasta la coronilla gritando que viva el Partido Liberal. Por eso me lo eché al pico”.

Renato. Las patrullas llegaron a la casa de Genaro y los policías, armados hasta los dientes, entraron al solar sin pedir permiso.

“¿Dónde está Polo López? –le gritó Renato, con una pistola en la mano–. ¿Dónde lo tenés escondido?”

“Allí está, en la letrina” –respondió Genaro.

Renato hizo dos disparos al aire y, antes de que se perdiera el eco de los estallidos, se escuchó una voz desesperada que salía de la letrina:

“¡No me maten, por diosito santo; yo me rindo! Aquí está mi machete”.

La puerta de la letrina se abrió y tres policías llevaron de arrastras al asesino. Renato le puso un pie en el cuello y le apuntó con la pistola.

“¿Vos lo mataste?” –le preguntó.

“Sí, yo fui… Yo lo maté. Pero no me mate, por favorcito”.

“Llévense esta basura” –ordenó Renato.

Condena. Siete meses después, un hombre viejo lloraba en su celda de la Penitenciaría Central, en el barrio La Hoya de Tegucigalpa. Estaba hinchado, andaba descalzo y vestía harapos, llagas purulentas deformaban sus pies y sus brazos y estaba perdiendo el pelo. Era Polo López, el asesino de Tavo Garay. Su enfermedad no le interesaba a nadie. Murió poco después, unos dicen que engusanado, otros dicen que arrepentido. Solo Dios lo sabe. Sus descendientes se avergüenzan de su crimen y doña Demetria tiembla al recordarlo. Dice que no lo perdonará jamás.

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