Crímenes

Crímenes: El policía que no volvió

22.04.2017

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado los nombres.

SERIE 1/2

Cama

Don Luis estaba en su lecho de enfermo cuando aquellos tres hombres entraron a su cuarto. Moría de cáncer de hígado y había dejado de luchar desde hacía medio año. “No voy a salir de esta –le dijo a su nieta–, y ya no tengo nada por qué seguir viviendo.

Lo que tenía que hacer ya lo hice… En realidad, mi vida dejó de tener sentido desde que murió tu abuela… Bien se ha dicho que la persona más importante para uno es su pareja. Los hijos se van y los nietos, aunque nos llenen de felicidad, son ajenos, pero yo me voy en paz”.

Era un hombre alto, blanco y de carácter fuerte pero ahora, en los últimos días de su vida, estaba en los puros huesos, aunque conservaba intactas sus facultades mentales.

Detrás de los hombres entraron sus hijos, seguidos de las nueras. En la enorme sala de la casa esperaban sus demás parientes, sin embargo, él no deseaba apartarse nunca de su nieta preferida, aquella muchacha de veintiséis años, alta y bonita, que estaba siempre con él.

Cuando vio a los hombres, con las brillantes placas colgando de la cintura, levantó la cabeza y con una señal le pidió a una de sus enfermeras que le pusieran otra almohada. Un segundo después, su nieta le mojó los labios resecos con agua fresca.

“Pasen, señores –les dijo a los recién llegados–, perdonen, por favor, que los reciba de esta manera. Si hubieran venido un año antes, las cosas serían diferentes”.

Uno de los hombres, el de más alto rango, saludó con simple cortesía y se presentó como inspector de Policía asignado en la sección de Delitos contra la Vida, de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC).

“Entonces –dijo el oficial, deteniéndose de pronto–, ¿sabe usted por qué estamos aquí?”

“Sí –respondió él–, lo que me extraña es que hayan tardado tanto”.

El inspector no sabía qué decir. En su opinión iba por un asesino y se encontraba con un moribundo que se sentía al margen de la ley de los hombres porque muy pronto iba a presentarse al tribunal de Dios.

“Lo que me gustaría saber, inspector –agregó, con voz cavernosa–, es cómo llegaron hasta mí”.

“No hay crimen perfecto, don Luis” –respondió el oficial.

“Ya lo veo” –suspiró el anciano.

“Tenemos que hablar” –dijo el policía, aunque se notaba inseguro.

“Hable usted, por favor –replicó don Luis–, me gustaría conocer la otra parte de la historia, la que escribieron ustedes”.

“Tenemos una orden de captura…” –dijo el oficial.

“Estoy a sus órdenes –musitó don Luis, tosiendo levemente–, aunque no creo que le sirva de mucho… Como ve, estoy al final de mi camino, el cáncer me está matando y esta desgraciada enfermedad le va a quitar su triunfo… A mis ochenta y nueve años nada me asusta y nada me impresiona…”

“Necesito saber quiénes son sus cómplices”.

“Eso no lo va a saber de mí. Si en algo le sirve, yo soy el único culpable…”

El señor calló de pronto, un rojo intenso subió de su cuello a su rostro y, con una de sus manos cadavéricas, apretó las manos de su nieta. En sus ojos hundidos brilló la ira y antes de hablar rechinó los dientes.

“¡Ese maldito merecía morir! –gritó, con toda la fuerza de sus pulmones agónicos–. Hice que lo buscaran hasta por debajo de las piedras y no hubiera muerto en paz si no lo hubiera castigado como merecía”.

Aunque había bajado el tono de su voz, gritaba.

“Écheme a mí la culpa… Yo soy el asesino de ese policía malnacido”.

En ese instante entraron a la habitación dos abogados, un médico y un sacerdote. La habitación era un enorme rectángulo de paredes altas, de piedra tallada, cuyas amplias ventanas daban a un jardín poblado de rosas, bambúes y viejos pinos y robles.

Las cortinas blancas estaba recogidas con lazos dorados y por las ventanas abiertas entraba un viento fresco cargado de varios olores.

“Señores –dijo el médico, dirigiéndose a los policías–, el enfermo no debe agitarse”.

“Queremos saber por qué están aquí” –dijo uno de los abogados.

El oficial les enseñó la orden de captura.

“¿Asesinato?” –preguntó el abogado.

“Sí –dijo don Luis, interrumpiendo al policía que iba a contestar–; asesinato. Acabo de confesar mi crimen”.

“Pero, don Luis”.

Este levantó una mano y sonrió.

“Dios será muy pronto mi juez –dijo–, y sé que él, en su infinita justicia, me absolverá… Mandé a matar a ese hombre y no me arrepiento de ello. Merecía la muerte mil veces”.

“Pero, ellos tiene una orden de captura”.

“¿Y qué con eso? ¿Van a sacarme de aquí para verme morir en una celda? ¿Es que no tengo amigos todavía que pueden evitar que mis últimas horas de vida las pase en una pocilga como esa? ¡Bah! Ustedes son mis abogados y van a evitar que me lleven a la cárcel… Deseo morir en esta cama donde vi morir en mis brazos a la mujer que me acompañó sesenta y tres años de mi vida… Soy culpable, pero ya nada pueden hacer las leyes conmigo...”.

Hizo una pausa para tomar aire, el color pálido había vuelto a su rostro y sus hundidos ojos grises, que fueron verdes en otro tiempo, ya no brillaban, aunque se notaba algo de paz y alegría en su rostro.

El oficial no sabía qué hacer o qué decir.

“Mire, Carmilla –me dijo, echando dos cucharadas de azúcar a su café–, nunca me había impresionado tanto un asesino. Era un viejo frío, sereno, que se amparaba en su agonía, pero que confesaba su delito sin ningún remordimiento”.

El oficial dio un sorbo a su café caliente. El mesero de Denny’s se acercó para recibir la orden. Por un momento vi cólera en los ojos del policía, a pesar de que aquel caso era realmente antiguo y él había sido depurado en la primera oleada.

“Carmilla –me dijo–, uno es policía toda la vida… Aunque colgué el uniforme y entregué mi chapa, el espíritu del policía sigue corriendo en mis venas… Fui un buen oficial, pero los enemigos gratuitos se encargaron de ensuciar mi nombre, y me sacaron como a un delincuente, pero ya no importa; sé que Dios va a cobrar esa deuda por mí”.

Algo humedece sus ojos y él se avergüenza de eso, calla por largos segundos y, cuando se repone, me dice:

“Sigamos con el caso…”

Hojea el expediente y me enseña una fotografía.

“¿Ve esta foto? –pregunta–. Es la del policía asesinado. Y esta es la foto de don Luis…”

“¿Por qué lo mandó a matar?”

“Lo odiaba –respondió el policía–, y, aunque al principio nos dimos cuenta que la muerte de aquel hombre había sido extremadamente cruel, jamás imaginamos que alguien, a mil kilómetros de distancia, fuera el culpable de su muerte”.

“¿Mil kilómetros?”

“Poco más o menos –me dijo–; es la distancia que hay entre Tegucigalpa y Pijijiapan, Chiapas, en México, que fue donde encontraron el cuerpo… bueno, lo que quedaba del cuerpo, un montón de huesos rotos, un pantalón viejo, un zapato burro y una billetera con ciento cincuenta pesos, tres dólares y los documentos personales”.

“Así fue como lo identificaron”.

“Así fue. Un informante les dijo a dos agentes de la Policía de Caminos de Pijijiapan que cerca del río Coapa había una fosa clandestina. Cuando exhumaron el cuerpo, agentes de la Agencia Federal de Investigación (AFI) de México, identificaron sin problemas al muerto. Se llamaba Jairo Rodríguez Puerto, originario de la ciudad de La Ceiba, Honduras. Según el forense, tenía al menos diez meses de muerto. Don Luis me dijo que era un poco más. Un año exacto en el momento en que lo encontraron”.

“¿Él supo que encontraron el cadáver?”

“No en el momento en que ocurrió, pero el hombre manejaba bien las fechas… Creo que se sentía satisfecho con aquella muerte, aunque creí captar algo de paz en él cuando le presentamos la orden de captura por aquel asesinato, como si su conciencia se aliviara un poco al saber que habían encontrado a su víctima y que el crimen no quedaría en la impunidad. Aunque jamás vi una chispa de arrepentimiento en él”.

Siguió a esto una pausa muy marcada, llegó el desayuno y la conversación se estancó por un tiempo.

“¿Jairo era policía?” –pregunté.

“Policía de Tránsito… Estaba asignado al Escuadrón Motorizado, pero un día pidió su traslado a La Ceiba, donde todavía viven sus padres, y tres meses después lo asignaron a Yoro… Aquí no estuvo mucho tiempo. Dos meses después pidió la baja y se fue mojado para Estados Unidos, pero no pasó de México”.

“¿Cómo lo encontró don Luis?”

El oficial me miró por un momento, mientras masticaba un pedazo de panqueque y, al final, me dijo:

“Dios todo lo puede, la muerte todo lo acaba y el dinero todo lo compra… Creo que el policía sabía que le seguían la pista y que lo iban a matar, por eso se fue…”

“Y, ¿cuál fue el daño que este hombre le hizo a don Luis? ¿Por qué el señor lo odiaba tanto?”

El oficial cortó otro pedazo de panqueque, lo bañó de miel y le pidió al mesero que le llenara su taza de café.

“Mejor pregunte ¿por qué lo mató?”.

Continuará la próxima semana...