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Carmilla Wyler: Los malos pasos

<p>Un final predecible porque, como dice el refrán, el que mal anda, mal acaba. Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.</p>
16.12.2012

CRIMEN. A
Mireya la encontraron muerta en una hondonada, a la orilla del anillo periférico, cerca del
puente sobre el río Grande. Le dispararon en la espalda y, según el
forense, la
bala entró arriba del riñón derecho, avanzó por los intestinos, cruzó el hígado y salió por el pecho, luego de lesionar el corazón, lo que le provocó la muerte en el acto.

Estaba desnuda y en la autopsia le encontraron semen en el ano, entre las nalgas y, cosa extraña, en la boca y en la garganta. Aunque no tenía más señales de sangre que la que brotó de la
herida en la espalda y unas pocas gotas en el pecho, arriba del seno izquierdo, le encontraron sangre en los dientes, a pesar de que no tenía lesión alguna en las encías ni en los labios ni en la lengua.

En la escena no se encontró nada más. Su esposo, un hombre esforzado que trabajaba de noche en un taxi brujo, la reconoció en la morgue, luego de ver a Pablo Gerardo Matamoros transmitir de último momento el hallazgo del cuerpo por HCH.

ÉL. Le dijo a la Policía que la vio
por última vez la noche anterior, a las siete, la hora en que siempre salía a trabajar en el taxi. Por lo general, regresaba a las cinco o seis de la mañana, y ella siempre estaba en la casa para servirle el desayuno, preparar a los niños para la escuela y dedicarse a las tareas del hogar. No sabía que había pasado y por qué su esposa había salido aquella noche. Tampoco imaginaba quien pudo haberla asesinado.

“¿A qué se dedicaba ella?”

“Al hogar”.

“¿Conocía usted que su esposa salía de la casa los fines de semana?”

“No, ni me lo imaginé nunca”.

“¿Qué edad tenía ella?”

“Veintiocho años. Teníamos tres años de vivir juntos. Los hijos que tenía eran de sus matrimonios anteriores”.

“¿Cuál es el número de teléfono de su esposa?”

AVISO. A las siete y minutos de la mañana, en la DNIC se recibió una llamada. El hombre que hablaba dijo que era el gerente de un motel que estaba en la carretera del Sur, que sus empleados escucharon un disparo en la madrugada en una de las habitaciones y que no había avisado antes a la autoridad porque ellos no lo pudieron localizar y les pedía que mandaran un equipo para que vieran lo que había allí. Que nadie había tocado nada para que la Policía
no tuviera problemas para hacer su trabajo.

MOTEL. Cuando los detectives de turno llegaron al motel, encontraron sangre abundante en la cabecera de la cama, sangre que caía de la
cabecera al piso y que seguía hasta la salida. También había manchas de sangre a la mitad de la cama, y una sábana roja estaba rasgada, tenía sangre seca y le faltaba una parte, como si la hubieran rasgado apresuradamente. Y había sangre en el estacionamiento.

“Quiero ver el libro de registro”.

El gerente del motel se adelantó.

“Esta es la descripción del vehículo que llegó a este cuarto a la una y diez minutos de la madrugada. Toyota Runner, blanca con dorado, placas tal y tal”.

“¿Quién cobró la renta del cuarto?”

“Yo, señor. Pero el hombre que pagó no me dio la cara.”

Sobre una silla de metal estaba un pantalón azul, tipo jean, de mujer, con una faja negra delgada, y encima, una blusa blanca, con una rosa de pedrería de colores en el pecho. A un lado estaba un bikini azul, del llamado hilo dental, un brazier de copa grande y un par de sandalias azules con tacón bajo. En un bolsillo del pantalón encontraron treinta y seis Lempiras, un reloj azul y un teléfono celular apagado. Era todo. El esposo de Mireya reconoció la ropa de su esposa.

CELULAR. Cuando los detectives encendieron el teléfono, empezaron a entrar varios mensajes de Digicel. En la DNIC sacaron una lista de las últimas llamadas entrantes y salientes, y pidieron al fiscal que solicitara al
juez el vaciado del teléfono. Eran las nueve de la mañana. Unos minutos después, los detectives recibieron una llamada.

El operador de turno les decía que en la carretera al batallón, un poco antes de ciudad Mateo, una patrulla de motorizados encontraron una camioneta abandonada, con el cadáver de un hombre adentro. Ya que era un triste sábado y ellos estaban de turno, les tocaba ir a esa escena.

“¿Qué tipo de camioneta?”

“Toyota Runner”.

“¿Color?”

“Blanca con rayas doradas”.

Los detectives se vieron unos a otros.

“¿Tenemos el número de placas?”

“Tal y tal”.

“¡Es la misma que vino al motel!”

El detective estaba entusiasmado. El caso se volvía interesante.

LA CAMIONETA. Estaba estacionada debajo de un árbol, a unos metros de la carretera pavimentada. Lo vidrios, polarizados, no dejaban ver nada en su interior, pero un campesino que sintió curiosidad, se acercó y, por la puerta del conductor, vio en el asiento del copiloto el cadáver de un hombre joven, no muy alto, de
piel canela, delgado y de
pelo recién cortado, que estaba inclinado sobre la ventanilla, tenía el
muslo izquierdo envuelto con lo que parecía ser una venda roja, sobre el pantalón, y, a sus pies, había un enorme charco de sangre coagulada.

FORENSE. El médico dijo que el
hombre se había desangrado. Que una bala de nueve milímetros, que encontró alojada en la parte de atrás del muslo, le cortó la vena femoral, que la
venda improvisada evitó que se desangrara rápidamente y que quizás, si hubieran buscado ayuda médica, se hubiera salvado. ¿Por qué no lo hicieron? Era una respuesta que la Policía tenía que encontrar.

DATO. A las once de la mañana, los detectives sabían que el hombre se llamaba Raúl, que era buscado por traficar con partes de vehículos robadas y que hacía un año había salido de la cárcel de San Pedro Sula, donde estuvo detenido siete meses acusado de secuestro seguido de homicidio, lo que la fiscalía no pudo sustentar ante el juez, que decidió dejarlo en libertad. Tenía treinta y dos años, estaba casado y dejaba dos hijos pequeños.

PLACAS. Media hora tenían los detectives de haber llegado a esta nueva escena, cuando les informaron que las placas de la camioneta pertenecían a un Corolla de El Progreso, Yoro. Los detectives enviaron la serie del chasis, y esperaron más información.
A la una de la tarde, tenían más de lo
que esperaban.

Un hombre, ingeniero de profesión, de cincuenta y dos años, con un golpe en la frente, una venda en la muñeca derecha y con el aro de carey de sus anteojos asegurado con cinta adhesiva, llegó a la Dirección Nacional de Tránsito, a denunciar al conductor de una camioneta Toyota Runner, blanca, placas Tal y Tal, porque en la madrugada, a toda velocidad, le quitó el
derecho de vía, poniéndosele enfrente sin previo aviso, mientras él manejaba por su izquierda en la trocha del anillo
periférico que lleva a la colonia Kennedy.

Eran casi las tres de la mañana, la Runner lo rebasó, se puso delante de él para saltar la mediana sin precaución y él maniobró para evitar un choque, frenó, su llanta izquierda pegó en el borde de la mediana, se estalló y dañó el amortiguador y las tijeras. El y su familia, que venían de una boda en el club de Oficiales de la Fuerza Aérea, estaban vivos de milagro. Su esposa, más ágil que él, leyó el número de placas y ahora estaban en Tránsito para que buscaran al chofer irresponsable y fuera castigado, luego de pagar los daños y perjuicios.

Cuando los detectives hablaron con él, agregó que creía que la camioneta se había detenido antes del puente, a la orilla del
anillo, pero que estaban lejos y no podía asegurarlo. Su esposa, muy segura de sí, dijo que la
camioneta sí se detuvo pero que no vio nada particular, además, estaba oscuro y lejos. No podía decir más.

BALÍSTICA. A eso de las tres de la tarde del lunes siguiente, los detectives tenían en sus manos el informe de Balística. La bala que el
forense encontró
en el muslo de Raúl había sido disparada por una pistola Taurus, semiautomática, de nueve milímetros, comprada en la Armería por Sergio X hacía siete meses, y que estaba matriculada a su nombre. La Policía no tardó en tener la dirección de Sergio X, y se prepararon para hacerle una visita.

PREVIO. Sin embargo, antes debían hacer una visita previa. Carlos, un empleado de
Hondutel, soltero, agraciado, de regular estatura y hombre de mundo, tenía que responderles algunas preguntas.

Cuando vio las placas de identificación de los detectives, se puso pálido, tembló de pies a cabeza y empezó a sudar helado.

“Imagino que sabe a qué venimos, ¿verdad?” –le

preguntó uno de ellos,
sin darle tiempo a reaccionar.

“Yo no la maté” –­exclamó Carlos, con voz desesperada, mirando a
los detectives con ojos aterrados y llenos de fáciles y repentinas lágrimas.

“Eso es algo que tenés que demostrar. La llamaste el viernes desde la mañana. Y tenemos ciento treinta y seis llamadas hechas en cuatro meses, desde tu teléfono, y doscientas veintiséis desde el de ella. Esto dice que se conocían bien. La última llamada la recibiste de su celular el viernes a las siete y diez de la noche, y vos la llamaste quince minutos después. ¿Dónde se vieron? ¿Adónde la llevaste? ¿Por qué la
mataste?
Carlos dio un grito.

“¡Yo no la maté! Nos veíamos, ella era casada, la recogí a dos cuadras de su casa, en la Nueva Esperanza, cerca del Central, fuimos a cenar a Kentucky del aeropuerto, después nos fuimos a un bar del bulevar Morazán; a las nueve fuimos a una disco; ella estaba muy tomada, empezó a coquetear con un hombre en la barra, yo me enojé, nos peleamos y me fui para el carro”.

“¿Qué hora era?”

“Eran mas de las doce; creo que la una y minutos. No estoy seguro. La esperé pero a eso de la una y media, tal vez cerca de las dos, la vi salir con ese tipo y con otro. Creo que andaban juntos. Yo me fui”.

“¿Viste si se subieron a algún carro?”

“Si, una Runner blanca. No me importó y me fui. Al día siguiente vi en último momento de HCH que habían encontrado una mujer muerta en el anillo. Cuando le ví la cara, la reconocí. Pero yo no la maté. Ni siquiera tengo pistola”.

“¿Por qué no le hablaste a la Policía?”

“Tenía miedo”.

SERGIO X. Los detectives que le daban seguimiento a Sergio, desde que Balística entregó su informe, dijeron que estaba en un yonker de su propiedad, y que no había salido desde la mañana. El fiscal estaba listo y el equipo no tardó en presentarse en la oficina de Sergio.
Este se puso de pie cuando vio a
los detectives, abrió los ojos más de lo normal y dejó de respirar por largos segundos.

“¿Asombrado?” –le preguntó uno de los detectives.
Sergio no contestó. Por un momento no supo qué decir.

“¿Dónde está su pistola de nueve milímetros?”

Sergio siguió en silencio.

“Me la robaron” –dijo, con dificultad, pálido como un muerto.

“¿Cuándo?”

No supo qué decir.

“Este caballero que ves aquí –le dijo el detective– es el fiscal del Ministerio Público; él nos autoriza para requisar tu oficina, tu negocio, tu casa, tu cuerpo, tu carro y hasta tu fosa, si ese fuera el caso. Te aconsejo que colaborés y ni vos ni nosotros perderemos el tiempo. ¿Dónde está tu pistola?”

Sergio miró, sin querer, hacia abajo. El detective le dijo:

“Retirate del escritorio, y levantá las manos.”

La pistola, adentro de una funda de metal, estaba en la primera gaveta del escritorio.

“Ahora me vas a decir por qué mataste a
la
muchacha”.
Sergio sudaba.

“Vamos a hacerte fáciles las cosas. Mirá bien. Tenemos semen tuyo en el ano y las nalgas de la mujer, y semen y sangre en la boca. Creo que dentro de poco vamos a encontrar tus huellas digitales en la Runner blanca, robada en San Pedro hace tres días. Y, para que no se te ocurra mentirle a la Policía, tenemos testigos que pueden reconocerte cuando te llevaste a Mireya XX con tu amigo de la discoteca, en la Runner blanca en la que se desangro Raúl, tu proveedor de carros robados. ¿Qué más querés saber?”

FINAL. Sergio estaba a punto de desmayarse. El detective le permitió sentarse.

“Si querés hacer una llamada, este es el momento”.

“Voy a llamar a mi abogado, y a mi esposa”.

“Me parece bien. ¿Vas a contarnos lo que pasó o te lo digo yo?”

Sergio había perdido el don del habla. Parecía que no era ya de este mundo.

“Empecemos. Vos y Raúl se llevaron a Mireya a un motel. Jugaron, bebieron y tuvieron sexo
con ella, sin preservativos. Vos tuviste sexo anal mientras ella le hacía sexo oral a Raúl. ¿Voy bien?”
Sergio no dijo nada.

“Si la relación fue forzada, no lo
sé –prosiguió el detective–, pero en algún momento, durante el clímax, Mireya mordió a tu amigo, y le hirió el pene. En la autopsia se descubrieron las heridas.
No lo soltaba y Raúl te gritó que le ayudaras, ¿cierto?”
Sergio movió la cabeza hacia adelante.

“Raúl la golpeó pero no lo soltaba, entonces vos le disparaste en la espalda, con la mala suerte que la bala salió por el pecho de Mireya e hirió a Raúl en la vena femoral, haciéndolo desangrase. ¿Voy bien?”
Sergio no hizo ningún gesto. Estaba helado y petrificado.

“Mireya lo soltó. El se desangraba, vos le hiciste un torniquete con unas tiras de la sábana, subiste el cuerpo al carro, no sé si con ayuda de Raúl, salieron como locos del motel, se metieron al anillo periférico, adelantaste a una camioneta Mitsubishi, le quitaste el derecho de vía, para saltarte la mediana, y botaste el cuerpo en la hondonada, cerca del
puente. A esto, sabías que tu amigo se desangraba y que iba a morir si no buscabas ayuda médica. Como sabías lo que habías hecho, dejaste que se muriera, manejaste hasta ciudad Mateo, dejaste la Runner y volviste a tu casa antes de las cinco de la mañana. Le dijiste a tu esposa que habías tenido un accidente, y te creyó.

¿Hay algo que quisieras agregar?”
Sergio movió la cabeza hacia los lados.

“Te advierto que lo que digás podría ser usado en tu contra en el
juicio”.

Las lágrimas brotaban de sus ojos como una fuente. Cuando nos autorizó a relatar su caso, dijo que ahora entendía bien que los malos pasos solo llevan al desastre y que el que mal anda, mal acaba. Saldrá en libertad en pocos años. Su esposa, después de perdonarlo, ha seguido fiel a su lado, y le ha dado dos hijos más, un par de gemelos que son la luz de sus ojos. Dice que pagó generosamente los daños del
Mitsubishi. Predica el Evangelio como un profeta.