Editorial

Domingo de Ramos

Con este día, el último de la cuaresma, da inicio la Semana Mayor.

En Jerusalén todo es júbilo y exaltación ya que Jesucristo, Rey de Reyes, ingresa a la urbe, aclamado por las multitudes como el profeta esperado, el que viene en nombre del Señor.

En una demostración de humildad y sencillez no se hizo presente en lujoso carruaje o cabalgando en brioso corcel; por el contrario, optó por utilizar un asno.

Se trató de dar un ejemplo para quienes, ostentando el poder, hacen gala de su autoridad y riqueza para impresionar e intimidar a los pueblos, en manifiesto alarde de prepotencia, arrogancia, megalomanía y soberbia, como solemos ver también en nuestros funcionarios públicos. “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, se lee en el Libro del Eclesiastés del Antiguo Testamento.

Se olvidan que hoy se encuentran en el pináculo de la gloria y el esplendor, mañana pueden estar muertos, derrocados o exiliados, ya que todo lo terrenal es efímero.

La conducta de las multitudes puede ser voluble: el domingo lo aclaman y el jueves pedirán que sea sacrificado, incitadas por los rabinos.

Al ingresar a la metrópoli, Cristo lloró al saber que los conquistadores romanos la destruirían como represalia por la sublevación judía, en lucha desigual por emanciparse del dominio imperial.

Actualmente Jerusalén y sus sitios santos, venerados por tres religiones, son punto de contienda debido a la creciente anexión de la ciudad por el Estado hebreo, con lo que la paz se torna cada vez más distante que nunca, ya que además se ha apropiado de tierras que no le pertenecen, pues sus legítimos dueños son los pobladores palestinos, agravando un conflicto en que la fuerza de las armas debe ser reemplazada por el respeto al derecho ajeno, tal como lo han reiteradamente afirmado las resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas.