Editorial

Honduras merece vivir en armonía

Aún en los momentos más críticos que históricamente este país ha vivido, los hondureños siempre hemos preferido el camino de la paz, con el anhelo de alcanzar la prosperidad.

Lamentablemente, el deseo de progreso de este pueblo se mueve al vaivén de una clase política que dirige los destinos del país, pero que tiene el defecto de no aprender de sus errores; y su codicia desmedida frecuentemente exalta los ánimos de una sociedad tranquila, que trata de vivir en armonía.

Lo que en este momento está sucediendo en las calles del territorio nacional, por el conteo de los votos presidenciales en el Tribunal Supremo Electoral, no debería estar pasando si tuviéramos una institucionalidad transparente y confiable, una exigencia que ha sido ignorada.

Como la dirigencia política no ha sido capaz de hacer las cosas de manera correcta, penosamente, es la comunidad internacional que hoy pide a los hondureños no salirse de la senda de la sensatez para evitar caer en una inestabilidad sumamente peligrosa.

Aun estamos a tiempo de evitar la ruta hacia el precipicio. La violencia, la destrucción y el saqueo no son el mejor camino para alcanzar la justicia, asimismo ninguna agresión a un compatriota- venga de donde venga- justifica una causa.

Con sabiduría, los hondureños debemos alejarnos de esa absurda teoría de que para que nuestro país se componga necesita un derrame de sangre, como lo han vivido tristemente otras naciones de la región.

Ya suficiente tenemos con los miles de homicidios que nos deja el crimen organizado y el narcotráfico cada año, para entrar en una conflictividad auspiciada por los políticos de turno. Nuestra lucha no debe ser entre hermanos, sino que debe estar enfocada al combate de la pobreza y a esa gigantesca corrupción que azota las finanzas públicas.

Trabajemos juntos, usando como armas el diálogo y la ley, para que el mundo no nos conozca por sangrientos, corruptos y fraudulentos; sino que nos identifiquen por las cualidades de nobleza y generosidad, al aceptar la promesa divina de vivir correctamente.