Opinión

Dos ignominias

En 1850 Estados Unidos y Gran Bretaña negociaron el tratado Clayton-Bulwer mediante el cual se comprometían a no ocupar territorios en Centroamérica, pero el cínico ministro inglés Palmerston pronto exigió le reconocieran viejos dominios sobre Belice, la bahía hondureña y La Mosquitia, y a continuación mandó las cañoneras para “resguardar” a su títere rey mosco en Bluefields, proteger a sus cortadores de madera fina en Trujillo y, en 1852, invadir las islas, a las que bautizó “colonia real”.

Bajo la Doctrina Monroe, los Estados Unidos se empeñaron en alejar a Inglaterra de América Central, pero el Congreso hondureño aprobó en 1857 el Tratado Clarendon-Herran (negociado por dos cómplices anglófilos, el costarricense-francés Jean Víctor Herran y el nacional León Alvarado) bajo el que aceptaba que Roatán fuera “territorio libre” supervisado por Gran Bretaña.

La única causa para que esto no llegara a ocurrir fue la oposición del Senado norteamericano y del presidente James Buchanan a que la pérfida Albión continuara posando sus garras en América.

Por esa cesión de soberanía los habitantes del espacio insular proseguirían amparados a la ley británica y evadían la hondureña, inclusive la penal; cancelarían impuestos en Belice, sede inmediata del imperio; quedaban exentos del servicio militar catracho y de lealtad a su credo de Estado; podrían importar y exportar con sus propias flotas de mercadeo sin reportar al gobierno en Comayagua, así como, obvio, instalar sus escuelas, templos, puertos, guarniciones policiacas, otros, a libre albedrío.

Lo que el congreso de Honduras supuestamente perseguía era que la costa quedara protegida contra filibusteros que, como William Walker, habían convulsionado al istmo el año anterior, 1856.

El ministro George Dallas informaba al presidente Buchanan que mediante ese tratado Clarendon-Herran las Islas de la Bahía serían declaradas “Estado Libre bajo soberanía de Honduras”, lo que era farsa, llana retórica; Inglaterra seguiría usufructuándolas.

Que, asimismo, “aconsejé al señor Herran que, por parte de su propio país [pues negociaba en nombre de Honduras] insistiera a Lord Clarendon que aceptase [en vez de] un Estado Libre, comprendiendo las cinco islas, una Ciudad Libre, la de Port Royal en Roatán, dejando a Honduras la esperanza de realizar algunas rentas pequeñas por la venta de tierras actualmente silvestres y no pobladas”.

A pesar de su entreguismo (posteriormente repetido al suscribir las contratas financieras del ferrocarril interoceánico hondureño, y que se sabe fue el peor escándalo de engaño y corruptela en el siglo XIX) Herran no logró concluir esa sugerida negociación.

Según el valioso libro histórico “Potencias en conflicto. Honduras y sus relaciones con Estados Unidos y Gran Bretaña en 1856.

La no aceptación del cónsul Joseph C. Tucker”, escrito por John Charles Morán y John C. Morán Robleda (ISBN 978-99926-47158), los estadistas gringos -a quienes usualmente acusamos de injerencia- se opusieron categóricamente a aquella capitulación y exigieron suprimir de su propio tratado Dallas-Clarendon toda referencia al tema.

Redactaron incluso una nueva y severa cláusula: “Las partes contratantes [GB-EUA] concuerdan reconocer y respetar las Islas de Roatán, Guanaja, Utila, Barbaretta, Helena y Morat, situadas en la Bahía de Honduras (…) bajo la soberanía y como parte del territorio de dicha República de Honduras”.

Palmerston escribiría a Clarendon más adelante: “Estos yankees son los tipos más desagradables en cualquier cuestión relativa a la América”…

La segunda y vergonzosa anécdota no requiere ser contada pues acaba de acontecer. Un Congreso sumiso aprobó en 2011 instituir en Honduras ciertas llamadas ciudades libres o “modelo”, que no son más que otra hipoteca de soberanía.

Afortunadamente, el proyecto fue declarado inconstitucional y por ende exigirá en algún imprescriptible momento la deducción de responsabilidades y la sanción punitiva, pero demuestra cómo el capataz es por veces más vil que el amo y cuánto deben protegerse los pueblos escogiendo para gobernarlos a hombres dignos y no a incompetentes. La historia no se repite; la maldad humana sí.

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