La historia de Honduras se puede escribir en una lágrima”.
Siempre me desagradó esa frase. Rebosa de amargura anticipada por la derrota en una batalla que no ha sido librada. Es además una sentencia condenatoria: estamos atrapados en esa historia, con una lágrima por prisión. Y una maldición del hado nos condena a fracasar en cualquier empeño, antes aún de comenzarlo.
Dicen que fue nuestro ilustre pensador Rafael Heliodoro Valle quien acuñó tal frase. No la he visto en texto original, pero si en verdad es de él, le ofrezco disculpas por estos comentarios. Quizás la inspiró el desaliento provocado por un ambiente cultural que ignoró su talento y silenció su obra intelectual. Le alcanzó la maldición de su propia metáfora.
El llanto es una treta de la fisiología para proteger contra la ira, el odio, el dolor o la pasión, cambiándolas por la paz vivificante de la conformidad.
Eso es bueno para la vida personal, pero no para la vida cívica, cuyos valores son siempre pasionales e inconformes. Lloran el niño abusado, el perro apaleado, el bosque depredado y sus ríos angostados. No lloran quienes luchan por su familia y por su país.
Esa frase consuela, excusa, contamina y acobarda. Si todo está perdido y nada puedo hacer porque las cosas siempre han sido así y siempre lo serán, “¿para qué voy a luchar y complicarme si nada va a cambiar, si aquí así son las cosas?”. Quien tal piensa no sabe cuánto está castigando su autoestima.
Entonces se espera que el gobierno resuelva todos los problemas, con dinero de la mendicidad internacional.
Honduras, país inferior, es el más corrupto, el más violento, el más atrasado. No hay nobleza, nadie hace nada sin un interés egoísta. Esta es una manera social de llorar, contagiosa, que corroe todo intento de construir una voluntad nacional.
Y sin embargo, este país inferior y este pueblo de tercera han hecho sus deberes con tenacidad, empeño, paciencia y sacrificios, como demostró el artículo anterior.
Conquistamos las selvas y los pantanos de la costa norte, y el silencio de la hazaña provocó el mote vergonzoso de república bananera. Ahora, que merecemos el honroso título de república cafetalera, por el trabajo y el sacrificio de cien mil familias, nuestro silencio mantiene el viejo mote, y hasta el señor Putin advirtió hace poco, para exigir respeto hacia su país, que “no traten a Rusia como república bananera”.
En 1978, unas 30 mil familias producían 800 mil quintales de café. Nada éramos en la producción mundial del grano, comandada por Brasil y Colombia.
Hoy Honduras, el quinto productor mundial de café, exporta unos 10 millones de quintales por año, y es ejemplo en la producción de variedades de calidad mundial.
Producen pequeñas fincas, en 16 departamentos. No hay aquí oligarquías del café, como ha sido el caso de Guatemala y El Salvador.
¿Quién ha realizado tal proeza? Pues “hondureñitos”, como despectivamente llaman algunos a sus compatriotas.
Lamento que ya no hay espacio para vitorear a los Mipymes, valerosas familias que con escasos recursos económicos responden al pesimismo derrotista con el más grande empleo de la economía y una aportación mayoritaria al producto bruto interno. ¿Por qué unos hacen tanto mientras otros maldicen el país? ¡Ah…!, eso nos lleva a las seis preguntas sobre la realidad política. De ahí saldrá la respuesta de si todavía hay solución, a la luz de los últimos acontecimientos. Pero no se trata de buenos y malos hondureños. Todos valemos. Entre 1948 y 1998 saltamos de aldea a país, tras comenzar casi con las uñas. Esa es una epopeya. Ahora debemos recuperar el orgullo para llevar a Honduras al nuevo siglo. Nace otro mundo, y la nación no debe quedar fuera. Los jóvenes quieren ser parte. No les expongamos al virus de la desesperanza. Ellos necesitan amar a su país y ser amados por él. De otra forma, crecerán sin luchar, agachados, como hemos vivido hasta ahora.