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La magia de los conciertos

La sala de conciertos estaba llena. Dotada de propiedades acústicas ideales, el murmullo de quienes esperábamos se distribuía uniformemente por todo el espacio. Se respiraba expectación en el recinto: Ravi Shankar, el talentoso ejecutante de cítara, llevaría a cabo una sola presentación en la ciudad.

El público recibió con un sonoro aplauso al artista. Vestido de blanco, se ubicó sobre cojines en el centro del escenario y comenzó a ejecutar con virtuosismo el instrumento de cuerdas. Las notas se esparcieron por toda la sala, cubriendo cada objeto y persona presentes con sonidos únicos, vibrantes, cargados de un sinfín de emociones.

En subsiguientes ejecuciones se incorporaron otros músicos con instrumentos de percusión y cuerda, que aumentaron sonoridad y matices a las piezas musicales que salían de los dedos de aquel hombre moreno y de cabello cano, que tocaba con los ojos cerrados y una sonrisa amplia. Era música con una energía que invadía todo rincón produciendo una paz sin igual, tanta que después de un prolongado solo del maestro Shankar, me sumergí en un dulce sopor. Un amigo que me acompañaba no podía creerlo y me reclamó riéndose: “¿Cómo te perdiste ese solo? ¡No puede ser!”, a lo que yo respondí mohíno: “¡Todo lo contrario, amigo, disfruté su magia como nunca!”.

Los conciertos tienen deparadas anécdotas y recuerdos especiales. Así fue en uno al aire libre del conocido cantautor Pablo Milanés, en lugar de numeroso aforo y noche fresca, quizás demasiada para su voz. La hora del inicio llegó, pero no empezó la función. Nadie se inquietó. La jornada sería larga y el público estaba acostumbrado. Después de una hora de retraso, todos aplaudíamos para animarnos y apurar el arranque. De repente, apareció el querido músico, iluminado por un potente reflector que lo hizo reconocible para todos. Sus admiradores estallamos en aplausos, mientras las primeras notas de su orquesta solo hicieron aumentar el barullo.

Rápido supimos que algo no andaba bien con el cantor: su voz sonaba rara, desprovista de brillo. Después de tres o cuatro canciones, era notable que se había tornado ronca y esforzada. Al llegar a la quinta pieza, bajó la cabeza y se disculpó con el público, triste, casi afónico. Entendimos el porqué del atraso.

Y entonces, se hizo presente la magia: todos los del público nos pusimos de pie, a aplaudir su esfuerzo, mientras varios empezamos a gritar nombres de canciones, las más queridas: “Yolanda”, “El breve espacio en que no estás”, “Yo me quedo”, “Amo esta isla”... las que Pablito no había cantado... y la orquesta, cómplice nuestra, comenzó a tocarlas. Milanés no se movió del escenario y escuchó cómo el público, su público, continuaba el concierto que él no podía cantar, cantándolo por él, que esa noche no podría. Cuatro canciones más, mientras él levantaba los brazos, abrazándonos a todos, a todos los que le abrazábamos con nuestro canto y cariño.

“¡Parece que Pablo está llorando!”, gritó alguien. Nadie se preocupó. Todos estábamos seguros que era de alegría. De mágica alegría.