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C on el mandato legal de que a la próxima Corte Suprema de Justicia serán integradas siete mujeres, surge la ilusión de que el empoderamiento que pueda aportarles el cargo, significará avance en la lucha por la superación de la mujer.

Esperanza, porque ya se sabe que un cargo público no ha asegurado ni la identificación de la mujer favorecida con tal cargo con las demás mujeres ni resultados concretos en el empoderamiento que se esperaría trascendiera a todas. Muchas mujeres han asumido cargos públicos importantes: y ha sido bueno casi solo para ellas en lo muy personal.

Olvidaron que la concienciación de la sociedad sobre la capacidad de la mujer en aportar al desarrollo nacional es parte de un proceso de años y luchas, en el que mujeres comprometidas con la causa dejaron de lado sus propios intereses individuales para abrazar los intereses de todas las niñas, inclusive de las que aún no han nacido. Esperanza surge con el acceso de siete mujeres a la Corte Suprema de Justicia, pero también cierta aprehensión: más que en cualquier otro cargo el sometimiento de estas siete mujeres a la ley, podría ser el verdadero avance al establecimiento de un real Estado de derecho.

Penoso sería, indignante, además, que tal logro lo supeditaran a caprichos patriarcales del mismo caudillismo que parece constantemente clavarle una estocada a lo que se hubiera esperado fuera la cúspide del empoderamiento de la mujer en Honduras: una mujer presidenta de la República.

Paradoja funesta, en otros gobiernos con machistas de lo más tradicionales a la cabeza el protagonismo de las mujeres ha sido mayor que hoy en que una mujer ocupa la más alta magistratura en el Estado. Imposible ocultarlo. Se le dio el poder a una mujer y se consolida la percepción de que no lo ejerce.

Que no se incomoda y se acomoda en los desafueros de los varones de su entorno. Empoderadas y no sometidas más que al imperio de la ley es como soñamos con ver a estas siete mujeres en la próxima Corte Suprema de Justicia.