En todos mis años de labor docente en educación media y educación superior nunca le he tomado una fotografía a mis estudiantes en el salón de clases, a pesar de que en algunas ocasiones se me ha solicitado en informes a manera de sugerencia que anexe una que otra fotografía. Y no lo he hecho porque pienso que ellos tienen todo el derecho a no ser fotografiados en el salón de clases, también les he pedido que si han de tomar una fotografía a la pizarra por algún apuro me pidan que me retire de ella para que yo no sea capturado en la imagen. Tengo todo el derecho a pedir no ser fotografiado. Lo ideal de todas maneras es que tomen apuntes, pero ese ya es tema de otro debate.
Parece que en esta segunda década del siglo XXI es imposible hacer informe de actividades sin “evidencias”, me refiero a las fotografías porque la palabra ya no sirve para tales efectos. He pensado en varios escenarios posibles del porqué tanta imperiosidad de material gráfico. El primero de ellos puede ser que siempre hemos tenido la necesidad de evidenciar una labor, alguna actividad, un momento específico, pero como no existía la facilidad técnica que hoy tenemos, por practicidad no se solicitaba. El otro escenario posible es que no fuese necesario porque la palabra bastaba, oral o escrita.
La locución verbal, empeñar la palabra, tuvo una connotación muy importante para las generaciones anteriores, sobre todo (se dice) en las zonas rurales, aunque yo pienso que urbes y pueblos tenían en general valoraciones morales muy parecidas. Igual que hoy. Empeñar la palabra significaba comprometerse y que a partir de ahí no había vuelta atrás. Por supuesto que esta locución tiene un uso oral más que escrito, lo que le da aún más valor a la palabra.
Si es cierto que bastaba la palabra era por una de las siguientes dos razones: la primera posibilidad es que los seres humanos en general fuésemos más honestos y, por lo tanto, bastaba con las palabras (porque las evidencias se piden para saber que no nos están engañando), aquí partimos del supuesto de que las sociedades anteriores a la nuestra tenían una mayor consciencia de su comportamiento moral, o por otra parte, que no había tal mayor honestidad sino que había
más engaños.
Independientemente de la razón que sea, hoy somos más desconfiados, y no culpo a nadie de eso. Pero si el valor de la palabra hoy es menor, mucho menor, es digno de dedicarle unas cuantas horas de reflexión.
Estamos viviendo en un imperio gráfico: memes, fotografías, videos, series, películas, vlogs, y es normal que creamos más en una imagen que en mil palabras. Pero también hay otro tema en debate, que es el derecho que tenemos todas las personas sobre nuestra imagen y el deber de respetar la privacidad de otros. Quiero decir, que como gran parte de las personas hoy tenemos acceso a una cámara en nuestras manos y podemos generar imagen y video en cualquier momento, el uso es a veces abusivo, irrespetuoso e indiscriminado. Le agregaría quizá imprudente.
Lo queremos capturar todo. Y no somos un medio de comunicación, la intención del uso del contenido tiene una finalidad totalmente distinta para un medio. No digo que se guarden los teléfonos móviles y solamente se hagan selfis y fotos grupales, digo que se usen dentro de los límites que la ética nos indica.