Alrededor del mundo y a lo largo de la historia, sobran ejemplos sobre cómo el poder de la palabra, reforzada con voluntad y determinación, ha permitido a figuras políticas opuestas -muchas de ellas con profundas heridas a cuestas- superar diferencias que lucían irreconciliables, abortar crisis inminentes y conflictos de proporciones mayúsculas. También hay infinidad de demostraciones de cómo lo contrario, la imposibilidad de acuerdos y la falta de disposición a acercarse a uno o varios adversarios, ha conducido a mayores discrepancias, a una escalada de odio e incrementada hostilidad, en las que bastan un exceso de entusiasmo, de nervios o una reacción estúpida para que se inicie un camino de difícil retorno.
Crisis políticas, protestas sociales violentas y guerras civiles se conjuraron o se detuvieron así, una vez desatadas. En este último caso, las iniciativas para lograr la paz demandaron el diálogo, con ayuda de mediadores. El Salvador, Guatemala y ahora Colombia son muestras de ello. En el primer caso, cuando se logra remediar diferencias, siempre resulta complicado afirmar lo que pudo haber ocurrido si no se hubieran impuesto la razón y el sentido común entre las partes enfrentadas. No obstante, el camino recorrido en el génesis de graves conflictos políticos y sociales ha dejado evidencia de que más de alguno pudo evitarse si la sensatez se hubiera impuesto a la lógica de la confrontación.
En la historia reciente de nuestro país contamos con demostraciones fehacientes de que la presencia o no de esta visión en los liderazgos puede ahorrarnos problemas o precipitarnos hacia ellos. Entre nosotros ha existido una tradición de construcción de acuerdos que algunos estudiosos celebran como catalizadores de dificultades mayores: mientras otros Estados lo tenían más difícil a nuestro alrededor, acá las fuerzas políticas y sociales “pactaban” con el poder militar el retorno a procesos electorales y la república, bajo el ojo vigilante de la potencia dominante en la región. Apenas cuatro años después de ese nuevo andar, fue nuevamente el diálogo hábil y consecuente el que logró superar las diferencias del momento, con una solución poco ortodoxa (plan B), pero efectiva.
En 2001, los candidatos presidenciales suscribieron un acuerdo que condujo a la más importante reforma político-electoral de los últimos quince años, preparada en un prolijo ejercicio de diálogo entre representantes de partidos políticos bajo la facilitación de expertos de un organismo internacional (PNUD). Sin embargo, un nuevo acuerdo fracasó al último momento en 2005, evidenciando que algo había cambiado en el contexto. Este fue, en opinión de estudiosos, el antecedente inmediato de los desacuerdos sostenidos y en crescendo que alcanzaron su clímax con la crisis política y golpe de Estado de junio de 2009.
¿Podrán nuestras dirigencias superar sus actuales desacuerdos conversando o estamos condenados a repetir nuestros errores y vivir sus consecuencias?
Crisis políticas, protestas sociales violentas y guerras civiles se conjuraron o se detuvieron así, una vez desatadas. En este último caso, las iniciativas para lograr la paz demandaron el diálogo, con ayuda de mediadores. El Salvador, Guatemala y ahora Colombia son muestras de ello. En el primer caso, cuando se logra remediar diferencias, siempre resulta complicado afirmar lo que pudo haber ocurrido si no se hubieran impuesto la razón y el sentido común entre las partes enfrentadas. No obstante, el camino recorrido en el génesis de graves conflictos políticos y sociales ha dejado evidencia de que más de alguno pudo evitarse si la sensatez se hubiera impuesto a la lógica de la confrontación.
En la historia reciente de nuestro país contamos con demostraciones fehacientes de que la presencia o no de esta visión en los liderazgos puede ahorrarnos problemas o precipitarnos hacia ellos. Entre nosotros ha existido una tradición de construcción de acuerdos que algunos estudiosos celebran como catalizadores de dificultades mayores: mientras otros Estados lo tenían más difícil a nuestro alrededor, acá las fuerzas políticas y sociales “pactaban” con el poder militar el retorno a procesos electorales y la república, bajo el ojo vigilante de la potencia dominante en la región. Apenas cuatro años después de ese nuevo andar, fue nuevamente el diálogo hábil y consecuente el que logró superar las diferencias del momento, con una solución poco ortodoxa (plan B), pero efectiva.
En 2001, los candidatos presidenciales suscribieron un acuerdo que condujo a la más importante reforma político-electoral de los últimos quince años, preparada en un prolijo ejercicio de diálogo entre representantes de partidos políticos bajo la facilitación de expertos de un organismo internacional (PNUD). Sin embargo, un nuevo acuerdo fracasó al último momento en 2005, evidenciando que algo había cambiado en el contexto. Este fue, en opinión de estudiosos, el antecedente inmediato de los desacuerdos sostenidos y en crescendo que alcanzaron su clímax con la crisis política y golpe de Estado de junio de 2009.
¿Podrán nuestras dirigencias superar sus actuales desacuerdos conversando o estamos condenados a repetir nuestros errores y vivir sus consecuencias?