Columnistas

Bicentenario y la lengua que hablamos

El 26 de octubre de 1492, dos semanas después de llegar a lo que sería América, Colón anotó en su bitácora la palabra “canoa”, para describir aquel madero vaciado en que los arahuacos navegaban; parece la primera vez que una palabra prestada de una lengua a otra quedó registrada con precisión. Fue el inicio de este español que ahora hablamos y escribimos.

Desde luego, el castellano ya tenía una historia de 300 años, impulsado por Alfonso X, llamado “rey erudito”, que tomó como idioma de la corte aquella mezcla intensa del viejo latín con lenguas de celtas, íberos y visigodos, y la influencia notable del árabe, el pueblo que ocupó la mitad de España por ocho siglos.

Hasta que llegaron aquí, y descubrir nuevas formas de vida, personas, animales y plantas, obligó otras mezclas del castellano, al principio con las lenguas taínas de las Antillas; luego en náhualt de México y Centro América; el quechua, que dominaba la región andina de Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia; y el guaraní de Paraguay y parte de Argentina.

Estas palabras que ahora escribo y que ustedes pueden leer, son la herencia de esos 800 años de invasiones, destierros, ocupaciones, expoliaciones, genocidios, barbarie; pero también de territorios comunes, entendimientos, mestizajes y la inevitable construcción de una cultura compartida, que derivó en el ser hispanoamericano, y más amplio, iberoamericano.

Somos la comunidad cultural más grande del mundo, en ningún continente se pueden cruzar tantos países sin cambiar de idioma; cada uno con sus propios matices y registros, y una impresionante riqueza de acentos, regionalismos, expresiones, que nos identifican entre centroamericanos, mexicanos, españoles, colombianos, venezolanos, chilenos o argentinos.

Lamentable que no todos saben apreciar esa exuberancia cultural, porque, entre otras cosas, también heredaron el ensimismamiento y el sentirse disminuido frente a lo extranjero; durante siglos fue la admiración y preferencia hacia lo europeo, y luego lo estadounidense.

Lo vemos en nuestra lengua hondureña, con su voseo distintivo que solo compartimos con Centro América, Argentina, Uruguay, parte de Colombia y Chile. Tratarnos de “vos” nos diferencia, hasta en las conjugaciones; deberíamos sentirnos especiales, orgullosos, pero no, lo ocultamos en los anuncios publicitarios, al hablar con ciertas personas, y más si son extranjeros.

El voseo viene del latín imperioso de Roma; el “vos” era reverencial, de sumo respeto a la autoridad, mientras el “tú” era para los súbditos; así llegó a la España medieval, que conjugaba ese pronombre del singular con la segunda persona del plural: “lo que vos queráis”; y lo trajeron acá, donde evolucionó en modos y tiempos: “lo que vos querás”.

Aparte de lo obvio, el Bicentenario de Independencia, administrativa y política de España, debería servir también para redescubrirnos como una inmensa, orgullosa y exclusiva zona cultural.