Columnistas

Siempre disfruto ver el gesto que hacen algunos extranjeros cuando utilizo —con premeditación, alevosía y ventaja— el término con el que denominamos en aquestas tierras al humilde y aromático cilantro. No era así antes: en cierto momento, ya lejano en la memoria, alguien me indicó pudoroso que nuestra forma de llamar a esta hierba era inapropiada, pues recordaba la extremidad inferior o posterior de algunas cosas.

Como corresponde en estas situaciones, en vez de empezar un va y viene de correcciones chauvinistas, aceptamos con humildad la observación sobre el vocablo y guardamos la lección en la alforja, siempre presta a reaparecer para gozo de nuestros contertulios. Con el paso de los años, llega un momento en que la vergüenza cede lugar al agradecimiento en situaciones embarazosas.

Siendo veinteañero y mientras participaba en un obsequioso brindis con vino durante una cena fuera del país, quien suscribe no vio a los ojos al resto de comensales cuando estos acercaron su copa a la nuestra: de inmediato, surgió un oportuno llamado de atención de parte de la anfitriona por mi descortesía, que me hizo comprender de pronto que eso de brindar no era un momento banal: efectivamente, uno desea salud y bienestar a quienes están con uno, así que la mirada —espejo del alma— debe ser sincera y diáfana. Abrir las puertas del hogar y compartir con el visitante los mejores alimentos es quizás uno de los gestos de hospitalidad más apreciados desde la antigüedad.

La escena en que el maestresala de las bodas de Caná llama al novio para expresarle su satisfacción porque el mejor vino fue reservado para el final de los esponsales, deja claro que la mezquindad nunca debe regir nuestras acciones (en realidad aquella era agua milagrosa, pero eso solo nosotros lo sabemos, ¿se entiende por qué no se debe comprar vino barato para una cena?).

Crecido en un ambiente donde la etiqueta y el ceremonial no han sido siempre de obligatoria observancia, he aprendido en otras realidades, a veces con golpes y otras con caricias, normas de convivencia y usos sacramentales variados. Bien se trate de compartir alimentos o bebidas, como de un acto formal o momento casual, hay significado y valor en saber cómo hablar, cómo compartir y conducirse en distintos contextos. Desde que inició la pandemia, hemos debido aprender a utilizar bien las mascarillas, guardar distancia, limpiarnos mejor y a saludarnos de formas poco usuales para protegernos del contagio.

Nuevos hábitos de cortesía han emergido y hoy nos reímos menos o nada de quienes hace un año nos recomendaban aprender alternativas a las maneras de interactuar que siempre habíamos tenido: hoy valoramos y entendemos mejor cómo los japoneses han practicado muchas de ellas para cuidar el bienestar común de sus colectividades, como el uso de tapabocas, hacer una reverencia sin tocarse o retirar su calzado antes de entrar a un hogar. Nunca es tarde para aprender otras formas de hacer las cosas. Y si hay sentido, valor y amor por los demás en ello, bienvenido sea ese aprendizaje.