Columnistas

Caminaba por la acera de una avenida del antiguo centro de la ciudad con un buen amigo —de esos que son dados a rumiar amarguras— y, para hacer llevadero el paso, comentábamos insulsas noticias locales, de esas que no provocan llanto ni sonrisas. Sus quejumbres y mis bromas aderezaban las historias, haciendo cada uno gala de modos muy personales de acometer esta realidad que debe vivirse inevitablemente.

Él criticaba mis risas, acusándolas de cinismo y yo me burlaba un poco de todo (incluyéndolo a él), con riesgo de parecer chabacano. Realmente era otro “ismo” el mío (uno que él no pudo ni supo identificar). Escapismo, lo llamaba yo en secreto, pero él me hubiera considerado un irresponsable si se lo hubiera aclarado. Amistad tan dispareja se mantenía a pesar de la disímil sintonía de humores, no por extraños designios, sino por una vieja afición al buen café, que el amigo había hecho a un lado debido a una recurrente gastritis.

Cuando este ya censuraba incómodo el ancho de las banquetas, atajé su vitriólica observación y le indiqué que mirara hacia arriba, señalando con mi índice a un balcón que, único en su especie en los alrededores, destacaba en medio de paredes de adobe despintadas y en franco deterioro. En el hueco de aquella fachada que amenazaba con caerle a cualquier paseante distraído, una barandilla hecha con palos de madera bien torneados servía de marco y soporte a un hermoso y colorido conjunto de flores, en las que podían distinguirse no menos de cuatro tonalidades del espectro cromático. Difícilmente estarían ahí por casualidad pues se apreciaba en ellas la pasión y mano afanosa del jardinero que sabe que su obra es efímera y debe lucir en todo su esplendor, sin importar el lugar.

Con mi dedo apuntando hacia el mismo lugar, nuestras miradas coincidieron a un punto en lo alto de aquella pared –a unos tres y medio metros del suelo. Fue entonces cuando vimos que una ventana detrás del balcón se abrió y emergió de ella un anciano que comenzó a regar las flores. No pasó mucho para que nos diéramos cuenta de que era ciego. Si alguien nos vio, seguramente pensó que éramos extranjeros o recién venidos de tierra adentro. Ahí estábamos, ambos, parados casi a media calle contemplando al viejo jardinero y aquel balcón, que lucía cual composición pictórica, cuidadosamente creada y proporcionada. Cuando el anciano cerró la ventana, yo no sabía qué decir. Se habían acabado chanzas, reniegos y guasas entre nosotros.

Mi aprendido escape de la realidad no me funcionaba. Cuando al fin me atreví dije a mi amigo: “Bien nos haría ver hacia arriba de vez en cuando, ¿no crees?”, sin que hubiera doble sentido escondido en la frase, pero él no respondió. Nos alejamos juntos del lugar y caminamos varias cuadras, sin rumbo y en profundo silencio. De repente mi amigo se detuvo en una esquina conocida y le escuché decirme, con voz más aplomada que de costumbre: “Necesito un café, bien cargado y sin azúcar, ¿vos no?”. Atiné a balbucear un sí y aunque pensé en su perenne gastritis, no agregué más. Absolutamente nada.