Columnistas

Pueden pasar desapercibidas, pero ahí están. A un lado de la carretera, visibles y solitarias. Concentrados en el continuo tráfico y sus ocultos peligros, no podemos apreciar sus detalles. Debemos detener nuestro viaje, bajar del coche con cuidado, caminar hacia ellas. El común de la gente las verá de lejos, con una mezcla de indiferencia y respeto, a menos que se tenga una conexión con la historia que ellas conmemoran y resumen.

Era muy pequeño cuando supe el significado de las cruces plantadas al borde de las carreteras. Fue mi padre quien me lo dijo, cuando tenía unos seis años. Él y mi madre se referían a esa época infantil como una etapa peculiar: había aprendido a leer recientemente y lo hacía en voz alta con todo texto que lograba mirar desde el asiento de atrás del carro. Dentro de la ciudad, las marcas publicitarias y sus eslóganes, los nombres de las rutas de buses, las señales de tránsito, las carteleras de los cines, todo lo que tuviera letras y números era verbalizado sin freno. Aunque podría resultar cansino para mis progenitores, no se quejaban pues al parecer lo hacía con gracia, repitiendo las palabras con histrionismo y distintos tonos.

Alguna vez, viajando por carretera, llamó mi atención que las cruces al lado del camino tenían textos que yo no lograba leer. A diferencia de las grandes vallas de carretera, sus letras eran muy pequeñas y, con la distancia y velocidad, resultaba frustrante omitirlas de mis “prácticas” de lectura. Protesté con vehemencia y entonces mi padre, sin incomodarse, detuvo el carro kilómetros después para complacer mi sed de conocimiento. Cualquier oportunidad era buena para enseñar una lección de vida y él no iba a dejar pasar esta.

Nos bajamos del vehículo y me llevó de la mano hacia una cruz, rodeada de maleza, para que yo pudiera leer lo que estaba escrito en ella. Me explicó que la señal estaba ahí porque alguien había muerto en ese lugar, seguramente a causa de un accidente y que su familia la habría puesto. El nombre era de la persona, los números eran las fechas de nacimiento y de fallecimiento. Como imaginarán, pregunté curioso si había alguien enterrado ahí pues lo asocié con las cruces que había visto en el camposanto y él me aclaró que no. Guardó silencio y me hizo entender que debía callar, luego regresamos al carro. Después de su explicación, no intenté más leer el texto de las cruces, pero siempre estaba atento a su ubicación. En mi inocencia, me volví consciente que, aún lacónicas, simbolizaban historias truncadas bruscamente por la muerte.

Con los años, me he acostumbrado a ver las cruces en la vía como advertencia de la importancia de conducir con precaución, pero también como testimonios de dolor, añoranza y amor. Esas cruces nos hablan de la fragilidad de nuestras vidas y las de la gente que nos rodea. Del principio y el final de un camino o del principio y el final de otro. Están ahí para recordárnoslo. Pueden pasar desapercibidas, pero ahí están.