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Los profesores abnegados dañan el oficio

No hay que engañarnos, la mayoría de las personas alguna vez hemos pensado que los profesores tienen que ser abnegados. Creemos que ya en la docencia misma está integrada la idea de renunciar a los propios deseos o intereses por puro altruismos. De hecho, los que nos hemos dedicado a enseñar tenemos esa idea romantizada de la entrega de las propias energías por un bien mayor. Sin embargo, esas son solamente medias verdades.

Más bien, los profesores abnegados se hacen un mal a sí mismos, se lo hacen a la estructura educativa, al oficio —porque enseñar es un oficio— y, en consecuencia, se lo hacen a los estudiantes. Si nos detenemos a analizar los alcances de la abnegación nos daremos cuenta de que es incluso antinatural.

En términos prácticos, ¿qué implica la abnegación? Implica una entrega total al trabajo, en este caso a la docencia. Implica quitarse horas de crecimiento personal, profesional y espiritual para entregárselas a alguien más: una anulación de sí mismo. Y eso no se puede conjugar con un trabajo bien hecho. Y debemos sumarle, además, que por el trabajo realizado se deba aceptar, en algunos casos, poco dinero. O si no poco, por lo menos insuficiente.

Para que haya un óptimo desempeño profesional es necesario que el ser humano esté realizado, y nadie puede realizarse si está anulado. Por lo tanto, si alguien dice que un profesor abnegado es uno bueno, está lejos de la verdad.

Puestos en este punto nos encontramos que, por una parte, el profesor ya está anulado como persona y eso les impide a los estudiantes recibir una formación de calidad. Esas, diríamos, son las consecuencias directas, pero hay otras que son marginales. Entre ellas está que la situación laboral se vuelve precaria para el rubro. Sobre todo porque se generaliza la idea de que la docencia implica un abandono.

Esto lo hace un oficio poco atractivo: mucho trabajo, anulación de la persona y salarios insuficientes. Terminan huyendo, entonces, de la docencia las personas que pueden dedicarse a otras actividades económicas en las que o bien por menos trabajo obtienen el mismo dinero, o bien por la misma cantidad de trabajo obtienen más dinero. Y, sobre todo, no se anulan. Dentro de esas personas que huyen del oficio de enseñar se van grandes docentes. Aparece aquí el daño al sistema educativo, y con este, al país.

Bajo estas premisas no es raro que exista para los estudiantes la figura de los profesores “amargados”. Aunque, por supuesto, no descarto que se trate de una evidente falta de vocación para la enseñanza. Pero, de todas maneras, estos faltos de vocación tienen lugar en la enseñanza porque muchas personas que la tienen decidieron, por razones prácticas, dedicarse a algo distinto.

Es probable que el origen de la idea de la abnegación intrínseca del profesor provenga de que el docente enseña masivamente. Es lógico que las cargas de trabajo sean excesivas, y esto no hace más que quitarle lucidez y alegría al trabajo.

Y a pesar de que hoy me he referido a la docencia, este ensayo es extrapolable a cualquier profesión y oficio. Afortunadamente algunos líderes organizativos han entendido ya, que aunque sí, el trabajo es una parte fundamental del desarrollo del ser humano, este debe ser integral, e implica muchas dimensiones. Y cada una de ellas requiere tiempo, atención, energías y voluntad.