Columnistas

Keyla se resiste a morir

Una vez más, el país llora a sus muertos apilados en las fosas del olvido que la injusticia construye cada día. Uno de ellos es de la estudiante de enfermería, Keyla Martínez Rodríguez, quien se desvaneció bajo la custodia policial, y que desde la oscura celda, busca su propia defensa para no morirse nunca.
Aquella noche del sábado 6 de febrero, la joven fue detenida por la Policía, a raíz del 'incumplimiento' del toque de queda, siendo trasladada a la estación policial departamental número 10, en la ciudad de La Esperanza, —nombre que es una afrenta contra la vergüenza—.
Los mismos agentes han dicho que Keyla estaba 'inconsciente por una maniobra de asfixia', por lo que, fue trasladada 'de inmediato' al hospital. Desde ese momento, el caso se enmarañó en el laberinto de un crimen cometido por el Estado, con sus anquilosadas maneras de usar el puñal dorado del olvido, con su policía y con su aparato de justicia fallida, que hace demandar acciones para desentrañar el caso que involucra a la institución policial.
Se ha levantado una indignación colectiva donde la gente ha salido a las calles a protestar frente a la furia de los gases lacrimógenos que no 'asfixian' las demandas de justicia para que los supuestos responsables sean sometidos a una investigación imparcial, profunda, aleccionadora, independiente, con toda la capacidad científica y objetiva, porque el escenario de la Policía Nacional es competente, y eso ya genera dudas por la implicación de policías. Ya no se puede tergiversar ni contaminar aún más el caso, donde la mismísima víctima busca señalar a los culpables.
Con la muerte de Keyla, veinte son los feminicidios ocurridos en los que va de este 2021. La violencia contra las mujeres en su declaración más bestial son los feminicidios que siguen imparables en un país sin voluntad moral, ni política para atender esta tragedia, donde tampoco ha podido con una depuración policial que sigue emanando la sensación de inseguridad y de desconfianza hacia los que deberían 'servir y proteger'; un eslogan ya desgastado por la intolerancia, el abuso y los escándalos que han salpicado a esta institución que explotó en 2011, donde el proceso de reforma fue impulsado tras el asesinato, en ese mismo año, de dos jóvenes universitarios a manos de miembros de la policía, quienes después intentaron ocultar el crimen.
Uno de ellos, era hijo de Julieta Castellanos, quien entonces era rectora de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH). Su muerte conmocionó a Honduras una vez más y en ese caso se pudo demostrar que la policía se había involucrado de manera directa. Un crimen a manos de agentes alcanzó agitar cimientos, y un año después, se puso en marcha una reforma para profesionalizar la policía con la expulsión de miles de agentes.
Con esta 'transformación', se endurecieron los requisitos académicos para graduar a policías y se extendió su formación a once meses antes de poder salir a las calles, de igual forma, se les dotó de mejor equipo y tecnología, se mejoraron sus condiciones incrementando su salario en un 40%, con la intención de que se eviten sobornos, extorsión y la implicación de algunos miembros al crimen organizado.
Pero no fue fácil, tampoco resultó nada como se esperaba, porque reformar la policía en un contexto de alta violencia y criminalidad, de alta conflictividad política, en un laberinto de impunidad y condiciones sociales hostiles, donde los que mandan deciden que los policías sean los conserjes, para manipular la oposición que busca salidas de expresión en un país que no se puede protestar, porque de inmediato se dan las órdenes de gasear y golpear a la ciudadanía, con el uso excesivo de la fuerza, hasta ahogar a Keyla y a una democracia abatida y encerrada en una bartolina, ahorcadas por las manos invisibles del poder.