Diez años es una década. Dos lustros. Diez vueltas de la Tierra alrededor del Sol. Hace diez años, el 4 de enero de 2011 y cuando ya oscurecía, los setenta y siete años y trece días de existencia terrenal de Raúl Cálix Pavón se apagaron en una sala de un hospital. Don Raúl había permanecido ahí 49 días y no pudo superar el período postoperatorio de un cáncer de colon. En paz, bajo el cuidado riguroso del personal médico y de enfermería de guardia, rodeado de otros pacientes que libraban sus propias luchas para sobrevivir, Raúl -mi padre- cruzó definitivamente ese umbral inevitable que le había sido esquivo en distintos momentos de su vida. Recuerdo que una tarde llegó a la casa, después de su jornada laboral, visiblemente impresionado por lo que llamó “la diferencia vital de una fracción de segundo”. Con gravedad me explicó que no estaría ahí conversando conmigo si no hubiera apurado el paso al cruzar una calle cerca de su oficina. “El autobús pasó a centímetros de mí, Miguel Ángel. Hubiera bastado que trastabillara o vacilara en subir la acera para que me atropellara”, agregó con detalle. Me contó entonces que, siendo un niño de diez años, un vehículo de transporte de pasajeros de la empresa Dean casi lo embistió, cerca de su casa en la calle de Los Horcones. “El conductor se bajó de la unidad, porque creyó que me había matado -dijo. Pero apenas fue el susto. Si el tipo no hubiera frenado, quién sabe…”, concluyó, hilando el evento del pasado con su reciente experiencia.
Diez años son tres mil seiscientos cincuenta y tres días (incluyendo en las cuentas tres años bisiestos), con sus noches. Quinientas veintidós semanas… Dotado de una voz y dicción privilegiadas, con veinte años, Raúl Cálix disfrutó personificando en radioteatro a los protagonistas de las historias juveniles que había devorado en los libros y salas de cine. Eran los cincuentas, la época dorada de la radiodifusión nacional. Fue por ese tiempo que sufrió un grave accidente de carro (el primero de dos), en el que no perdió la vida, pero sí la visión en un ojo. “Fue una lástima, sin duda, pero me dio una perspectiva diferente para ver las cosas”, me dijo muchas veces, mientras guiñaba su ojo derecho, al que llamaba en confianza “el lado oscuro de la luna”. Diez años son 87,672 horas. 5,260,320 minutos. 315,619,200 segundos. El cálculo podría seguir sin acabar, en un conteo infinito a la
mínima expresión.
A los cuarenta años, mi padre enfrentó y venció por primera vez al cáncer... de colon.
Debido a esa batalla triunfal, contaba a sus más cercanos que agradecía la oportunidad que le habría brindado la vida de ver crecer a su descendencia y ayudar a otros, hasta los setenta años cuando perdió totalmente la vista.
Fue cuando atisbó sensorialmente a una dimensión desconocida de continuar dando y recibiendo amor de los suyos y de extraños, que le acompañó esa última década hasta el instante de su último aliento. Y también diez años después…y aún más.