Columnistas

Es propicia la oportunidad que ofrece la actual crisis para sacar a luz una de las virtudes más relevantes del ser humano. El sentido de la solidaridad que nace de manera espontánea, sin artificios ni premeditaciones, en forma natural, sin interés por un beneficio, retribución o reconocimiento ni del receptor del gesto ni de la sociedad que observa.

La solidaridad humana implica ayuda urgentemente necesitada, protección o apoyo al prójimo; representa el compartir lo material, lo espiritual y lo emocional con los demás necesitados; con los pobres de Jesús, con los afligidos y marginados. La solidaridad tiene la condición de no confundirse jamás con la “caridad” porque esta no reviste necesariamente la condición de transparencia que es producto del desinterés. La caridad puede llegar a ser un acto mecánico, insensible, una forma de expiar algún sentimiento de culpa. La solidaridad persigue la solución de la crisis, pero también el fortalecimiento material y espiritual del afligido, para que se yerga con orgullo y dignidad frente a la adversidad y continué así por la senda del desarrollo personal.

La caridad, por el contrario, está a pulgada de estimular la dependencia cómoda que fácilmente conduce a la mendicidad. Por lo anterior, se puede asegurar con toda propiedad que el sentido de solidaridad debe ser una convicción, una actitud permanente del ser humano que propugna por el bien común.

Se puede afirmar que la ausencia del “sentido de solidaridad” con los afligidos y con los pobres que protegía “el Redentor” solo genera egoísmo e indiferencia cruda que germina en injusticia política, económica y social.

En nuestros tiempos de giros vertiginosos nuestras sociedades tienden peligrosamente a tergiversar el sentido de los valores, de los principios morales, éticos y culturales que han regido la conducta humana durante siglos. Las juventudes, como lo han hecho con rebeldía a lo largo de los tiempos, van desvalorizando algunos principios que otrora fueron intocables para sus antepasados. De allí el peligro de que “solidaridad” caiga como ha caído, por ejemplo, el termino “patriotismo”. Estos dos valores no pueden surgir solo coyunturalmente.

El primero no puede limitarse a manifestaciones de ayuda en momentos de desastres naturales, de epidemias o de agresiones militares a la soberanía territorial; la solidaridad debe ejercerse en forma permanente y de manera espontánea, sobre todo, y muy importante, en la forma mas anónima posible; solidaridad no admite exhibicionismos o protagonismos públicos y jamás con intenciones políticas.

Al “patriotismo”, por su lado, se le ha ido disminuyendo peligrosamente su sentido de amor, respeto y admiración permanente por la patria y por su cultura, sus figuras humanas históricas, sus leyes, su constitución, el respeto a sus recursos naturales, el respeto a las relaciones interpersonales entre los habitantes y nos limitamos, como se hace anualmente, a definir patriotismo como la gallardía con que nuestros alumnos o cadetes militares desfilan cada 15 de septiembre o por el entusiasmo que despliegan nuestras bellas palillonas festejando la independencia. Patriotismo también conlleva una alta dosis de solidaridad y viceversa. Estos dos bellísimos valores, juntos, son una bomba de energía creativa, consolidadora, formadora de una sociedad justa, desarrollada, respetuosa y respetada por propios y extraños. Tratemos todos de impregnar todas nuestras acciones con altas dosis de estos valores. Así lograremos encontrar la razón de ser de esta Honduras
que amamos.