Columnistas

Quisiéramos hablar de la esperanza

Es tan frágil nuestra situación económica, tan precaria la condición del hondureño, que basta uno, dos o tres meses de que alguien haya perdido el empleo para cruzar esa desdibujada línea que divide a la clase media de la pobreza, porque son muy pocos lo que tienen reservas para respirar aunque sea medio año desempleado.

Los despedidos que tuvieron la fortuna de recibir prestaciones laborales de una sola vez, o quienes las reciben en cuotas mensuales, administran cada lempira como si fuera el último, mientras van por ahí colocando desesperanzados currículos, preguntando a los amigos, buscando anuncios para conseguir un nuevo trabajo.

El desasosiego sustituye al sueño, porque los bancos asedian, amenazan -implacables como son- no les importa la condición humana, solo el lucro, así que el desahucio de la casa es una realidad, el bloqueo del vehículo una certeza, la anulación de la tarjeta, por supuesto, más los costes del juicio.

Rápidamente, alguien que estaba bien pasa a una casita sencilla en un barrio modesto, a un carrito de tercera mano que necesita al mecánico todas las semanas y, lo más doloroso, la escuela privada de los niños ya es imposible, así que a otra más económica, con nuevos compañeros; menos televisión por cable, nada de comida en restaurantes ni ropa nueva.

Parecen nimiedades, pero eran formas de vidas hechas; asemejan banalidades, pero eran comodidades establecidas en un mundo que se mide por lo material, cuyas pérdidas son más profundas que el simple valor de las cosas: dejan una inocultable sensación de derrota, una irrefrenable carga de estrés y ácido resentimiento contra todo.

Que lo hemos visto, nos lo han contado algunos con menos suerte, que descendieron agobiados a la cercana región de la pobreza, porque el temido coronavirus les cerró el negocio propio, y también los ajenos, donde trabajan confiados, a pesar de los tiempos difíciles que arrastramos como lastre desde hace décadas.

Y ahora viene el huracán Eta para rematar la faena, y no solo destruye vidas, también viviendas, pueblos, sembradíos, producción, posibilidades; y desde el lodazal, el desempleo, el despojo y el desamparo, es difícil no caer en el desaliento.

Quisiéramos hablar de la esperanza, pero depende de lo bienintencionado, creativo y solidario que tengan los que llevan el poder económico, político y social, para resurgir desde la tragedia, porque esa sensación de derrota, estrés y resentimiento ciudadano pueden volcarse en situaciones que nadie quiere, como incansable lo demuestra la historia.

Desde luego, podemos hacer mucho entre todos, cediendo intereses y mezquindades, con un liderazgo sin prejuicios que conduzca -como otras naciones en peores tragedias- con un vuelco en el pensamiento y sentimiento, aunque parezca imposible, haciendo propia la canción de Fito Páez, “Quién dijo que todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón”.