Columnistas

La labor jurisdiccional del Estado debe ser orientada por los supuestos constitucionales de afirmar una convivencia pacífica y garantizar un orden de justicia. Todo proceso debe apuntar a la satisfacción de las partes con la aplicación correcta de la ley, sea que le favorezca o le perjudique. La convicción de que se respetó su derecho. No es que seamos una sociedad tan civilizada que siempre suceda. La insidia en contra de la impartición de justicia arranca ahí mismo, con el cuestionamiento infame del apoderado perdedor del caso, justificándose ante sus clientes, por la falta de razón o de su incapacidad, hasta cargar supuestos delitos al juez, lo que salvo excepciones, es falso. Igual sucede a fiscales. Obligados a aportar pruebas y ningún error, adoleciendo de faltas en la investigación. Así, la pérdida de credibilidad de los órganos jurisdiccionales, no necesariamente corresponde a la realidad. Que hay jueces venales, los hay, pero son pocos y conocidos, como igual existen políticos, periodistas y de otros gremios. Los malos son los menos, pero con una opinión pública sesgada por los intereses particulares de formadores, se desprestigian hasta el grado de carecer de la confianza ciudadana. La conflictividad jurídica que se somete a jueces y partes comprende reglas claras, que les son conocidas, no así a la opinión pública que creerá lo que ve en los medios de comunicación sin el menor intento de discernimiento. Así, tenemos medias verdades y medias mentiras, o mentiras completas creídas por los receptores de los mensajes. Nunca la mentira, blanca, azul, roja o negra, se justifican. La convivencia contenciosa constante en nuestra sociedad se arraiga en el menosprecio a esa verdad que debiera ser el norte de toda actuación. Pública o privada. La verdad es lo que debe buscarse siempre. Las mentiras, sean sostenidas por tecnicismos legales o por una opinión publica desinformada, serán siempre mentiras. Las enemigas de la convivencia pacífica y de la justicia.