Columnistas

Cuando los líderes pesan

El pasado jueves tuve la satisfacción de presenciar las solemnes exequias del senador norteamericano John Lewis, ícono indiscutible del Movimiento de los Derechos Civiles en los Estados Unidos, gesta que tuvo su apogeo en las décadas 50, 60 y 70 del siglo recién pasado. Fue el senador negro John Lewis un ciudadano valiente, generoso, sabio, patriota, respetuoso y sumamente respetado por correligionarios demócratas y por contendientes republicanos. En las luchas que condujeron a la eliminación de algunos de los vestigios de la oprobiosa segregación racial, tales como el derecho al voto, a la integración en escuelas, colegios y universidades, la no discriminación en el derecho de habitar sectores suburbanos, además de otras conquistas ciudadanas; Lewis acompañó, palmo a palmo, al doctor Martin Luther King, héroe indiscutible de la Norteamérica contemporánea. De Montgomery a Selma, de Nueva York a Los Ángeles y de ahí a Washington, estos súper hombres no solo dejaron huellas esculpidas en roca viva, sino que regaron con su sangre el sagrado árbol de la libertad. Marcaron un antes y un después y su victoria cambió el rumbo de la historia del mundo. Son pocos los que sobreviven de aquella juventud aguerrida que profesaba la filosofía de la resistencia pacífica, de la no violencia, aquella que nos instruyó, Jesucristo, Gandhi y posteriormente Mandela. Lewis era la antítesis de un político común y corriente, de esos cuyas acciones permiten que los pueblos terminen calificándolos como mentirosos, corruptos o vividores del erario público. Lewis era fiel creyente de “La verdad sobre todos los intereses políticos”; por ello, cuando Lewis hablaba la gente escuchaba, fueran correligionarios o contrarios; cuando lideraba, la gente lo seguía entusiasmada. Uno de los pilares de su pensamiento político era aquel de “Una sola nación, un solo destino”, no importando las circunstancias coyunturales; aun cuando fuese en contra de los intereses partidarios. Lewis advertía al pueblo norteamericano que el concepto de “Una sola nación” habría de convertir a los Estados Unidos en una nación, fuerte y respetada por todo el mundo, pero no por su poderío militar sino por su fuerza moral y su apego a los principios de la libertad y la democracia. La muerte de un ser humano de esta categoría nos obliga a los hondureños a reflexionar sobre si ese es el modelo de líder que hemos anhelado durante mas de un siglo. Hombres o mujeres que asuman sus papeles de conductores porque motivan al pueblo a escucharlos, creerles y seguirlos; liderazgos que son respetados por su calidad humana y no porque usan látigos que infunden terror o la sumisión silenciosa por el miedo de perder una chamba; o bien que producen lealtades mentirosas por la compra de conciencias o de estómagos hambrientos, espíritus deformados por la ambición. Estadistas como el senador Lewis son astros que brillarán por siglos en el firmamento de los Estados libres del mundo. En países como el nuestro, donde se desperdician las oportunidades de gloria por aquellos que se involucran en política sin principios ni moral. Esos personajes criollos no pasarán de ser minúsculas luciérnagas. Con los últimos acontecimientos vergonzosos que se han suscitado, es urgente una reacción popular enérgica, firme en la defensa total de nuestra dignidad; urge un reclamo viril de nuestros derechos a gozar de los beneficios de la modernidad y la eficiencia, dentro de un marco de honestidad y transparencia. Es hora de que los funcionarios incapaces entreguen el timón de la nave y se aparten a tiempo. No existe nada mas triste para un fracasado que un pueblo le termine enrostrando su desprecio en la calle.