El inicio de una década ––este año 2020–– más el ataque feroz de la pandemia sobre los pueblos del mundo y Honduras vaticinan el final de toda una era y el nacimiento de otra, vibración que se percibe en las expresiones del común de la gente cuando afirma “esto tiene que cambiar”, “se necesita una nueva Honduras”. Es obvia, pues, una etapa de cansancio que ya en su clímax no puede soportarse más, no solo por las injusticias institucionalizadas a lo largo de un siglo sino, en lo inmediato, por el hambre que deja la crisis sanitaria y por la pobreza, la que abandona ya su límite sabido (64%) para engrosar las estadísticas de la miseria.
Todo se resume en un inmenso cauce de dolor que el hondureño ha tenido que navegar por cien años para llegar a ninguna parte y a nada y que sólo puede ser redimido ––ya que el poder civil se vició–– por dos grandes energías históricas: las fuerzas armadas, que quizás todavía tienen el potencial para forzar una honesta corrección política (antes de que el desprecio ciudadano las haga desaparecer), por cuanto poseen las armas, y el pueblo en rebeldía subversiva, armado con la justicia y la razón, más poderosas que un rifle. Queda analizar si el fracaso del pueblo se debe quizás, como afirma un eminente sociólogo, a que no ha sido lo suficientemente violento, si no las circunstancias ya hubieran variado.
De la primera opción debe esperarse poco pues los militares fueron comprados y forman ya parte del esquema de corrupción, y en cuanto a la segunda, exige una sabiduría tanto emotiva como intelectual: que nos convenzamos de que no será por la vía de los partidos tradicionales (y menos de algunos minúsculos nuevos) que va a regenerarse la nación. Es más factible que, dentro de alguna coyuntura que aún no vemos, los cambios profundos provengan de gentes no involucradas con partidos. Ya ha ocurrido en otras naciones.
El contrato social teorizado por Rousseau en 1762 está irreparablemente roto en Honduras. Ya no hay vínculos, que no sean de odio mutuo, entre gobernantes y gobernados, debido a que toda ética de relación respetuosa se fracturó. La mejor constancia de ello ocurre en dos dimensiones: la clase dirigente dejó de serlo para convertirse en una letrada pandilla de cacos que aspira al poder con el exclusivo ánimo de lucrar y, dos, el alto grado de abstención que sucede en las contiendas electorales es el crudo retrato de la pérdida de fe en la “democracia” falsamente instalada y operada por esa misma élite. Arribamos al borde del abismo pues aquí no se puede reformar, corregir ni reconstruir nada y va a ser mejor resembrarlo todo, desde el cimiento, pues ninguna obra de malos albañiles es digna de confianza.
El proceso político degenerativo que sufrimos nos hace a todos un daño terrible pues nos ha convertido en un caso clínico de desafecto, desconfianza, duda social, malicia y oculta depresión. Ya no creemos en nada ni nadie que no sea la superstición de un dios que arregla todo, o en la bienaventuranza de un accidente del azar, siendo la realidad que a ninguno de ambos le corresponde solucionar el problema sino a nosotros como seres humanos supuestamente inteligentes y con suficiente dignidad como para hermanarnos y comportarnos como pueblo que resiste y defiende sus derechos.