Columnistas

Quéjese, si puede

Si no lo ha visto, búsquelo. No tiene un color o tamaño distintivo, pero debería estar ahí, al alcance de todos. La mayoría desconfía de su efectividad. Me refiero al “libro de quejas”. Cuando yo lo veo, recuerdo viejas historias como esta.

Hace varios años, en un restaurante de San Pedro Sula, ya había transcurrido casi una hora y mi pedido no “aterrizaba” en la mesa. Aunque había reportado la tardanza al mesero responsable, mantuve la calma hasta que mis tripas empezaron a pronunciarse ruidosamente, pues “notaron” (por infidencias de los ojos) que, algunos comensales llegados después, ya comían el postre.

Después de un segundo recordatorio, era obvio que el camarero evadía mi zona. El lugar estaba lleno cuando arribé, pero se había vaciado y yo era “veterano” de la lista de espera. Con la vista busqué al gerente, sin éxito (quizás había salido a comer…). Finalmente, cuando el minutero completaba su ronda, el mesero apareció. Observé el plato y me percaté que no era lo que yo había ordenado del menú. Quise advertírselo, pero ya había hecho mutis (“mejor hubiera comido en otro lado”, pensé, provocando un murmullo de aprobación desde la frontera duodenal de mi
ofuscado estómago).

Hambriento, hinqué diente y, mientras lo hacía, llegó la cuenta, acelerada por un “cambio de turno”. El mesero habló con tono conminatorio, pero me hice el desentendido. Tragué lo que faltaba y me dirigí a la caja, sin prestar atención a la adición. Casi regurgito al comprobar que se cobraba porcentaje por servicio. Protesté por la tardanza y por el cobro injusto, pero me encontré con una negativa mecánica de la cajera. Aunque me arriesgaba a una futura venganza del personal de cocina -si alguna vez volvía- decidí reportar el incidente en un formato de sugerencias que el restaurante ofrecía a la clientela. Fui prolijo y ecuánime. Para mi sorpresa, el buzón dispuesto para ese fin estaba atiborrado de reclamos ¡y algunos eran de dos años antes! Iluso yo, que pretendía quejarme ahí. Al retirarme del lugar, el gerente o encargado todavía no había regresado.

Nunca más fui a ese restaurante y me propuse difundir su mala fama con cuanta persona pude (muy viscerales, mis tripas me inducían a ello). No podía hacer más. Fue mucho tiempo después que se obligó a los establecimientos a contar con un libro de quejas para estos propósitos. Cuando sea necesario y oportuno, quejémonos (como en nuestra historia, aún sin libro). Es nuestro derecho. Pero si la atención fue buena y servicial, hagámoslo constar también. La propina es una gratificación voluntaria para recompensar nuestra satisfacción por un servicio prestado, pero si además éste fue extraordinario, digámoslo en el “libro de quejas”. Es darle un uso positivo y puede ser un gran estímulo para un empleado y un lugar excepcionales.