Los pensamientos del periodista y sociólogo Walter Whitman, connotado pensador norteamericano, quedaron inscriptos en piedra. Son conceptos irrebatibles y actualizados. En Honduras los que escogimos con honestidad y sin ambiciones malsanas el sendero de la política como vía para encontrar respuestas concretas a nuestras calamidades crónicas, hemos buscado esos “líderes” que Whitman perfila como “los custodios de una nación, de sus permanentes anhelos; como los guardianes de esa fe que convierte a una sociedad en una nación justa, próspera y respetada”. La política, cuando es manejada por conductores calificados, serios, responsables, visionarios y creativos, rinde frutos sanos que se traducen en un permanentemente caminar hacia estrados de mayor bienestar humano, que es sostenible a través de los años. Esta sostenibilidad, en un sistema de democracia funcional, requiere que las fuerzas políticas que compiten por el privilegio de conducir las riendas administrativas del gobierno de la nación se comprometan todas, ante el altar de la patria, mediante instrumentos elevados a categoría constitucional, a cumplir con un plan de desarrollo, cuyos postulados esenciales no se puedan interrumpir por ningún motivo. En nuestro país, las últimas administraciones se han dedicado sucesivamente con un esmero cada día más efectivo a enterrar las esperanzas por esa “nueva Honduras” que sueñan nueve millones de habitantes. Nunca en la historia se habían presentado tres administraciones constitucionales sucesivas y un último gobierno “de facto” (es producto de un continuismo inconstitucional) con una habilidad extrema para destrozar esos sueños y, con ellos, la confianza de los electores en que las fuerzas políticas actuales podrán conducir al país a un puerto seguro. Después de que han arreciado los fenómenos naturales, los vaivenes del comercio mundial, la caída de los precios de nuestras exportaciones, las pandemias, las sequías y, lo más abyecto, la maldita corrupción que ha provocado todos los años pérdidas irrecuperables de recursos sagrados -que si se hubiesen presupuestado para infraestructura vital o en el mejoramiento de nuestra educación y sistemas de salud, no pasaríamos las crisis que nos agobia- y el vergonzoso atraso de Honduras en comparación con Centroamérica por no ir más lejos. Las elecciones son mañana, más pronto de lo que la oposición timorata, torpe e intransigente se imagina. Todo el que pasó cuarto grado de primaria sabe que las matemáticas no engañan, por consiguiente, si no hay unificación de esfuerzos alrededor de un compromiso honorable y equitativo en una alianza patriótica electoral, no existirá posibilidad alguna de vencer a un partido que, aunque minoritario (solamente 30% del voto popular) controla recursos públicos y es máster en la manipulación de la energía eléctrica a la hora del conteo de los votos. Surge la gran pregunta: en ese ramillete de precandidatos, ¿existe alguno que pase la prueba del ácido? Con cualidades de un conductor legítimo, honesto, firme en sus convicciones, leal en su casa con su mujer y sus hijos, creativo, multidisciplinado, con conciencia social, conocedor de los problemas del agro, del micro, mediano empresario, de relaciones internacionales en un mundo transformado y, por fin, un estadista que gobierne con el respaldo mayoritario y la confianza del pueblo. Está comprobado con el virus que cuando se pierde la confianza todo esfuerzo que realiza la autoridad, por bien intencionado que luzca, no recibirá la credibilidad y el apoyo de un pueblo agobiado por las frustraciones. Cero confianza, cero credibilidad, cero reconocimiento