La capital actual no es la misma de hace cuarenta y cincuenta años y, más que todo su gente: ahora incivilizada, deshumanizada, poco solidaria y estresada.
Es lógico; el crecimiento poblacional, descontrol urbanístico y un tipo de migrante masivo del interior, completamente distinto al de esos tiempos. Hubo alcalde que se dedicó a propiciar la migración rural al ofrecerles techo, piso de cemento y apoyo para mejorar la infraestructura de sus covachas, sin dotarles de servicios públicos.
De todos lados vinieron miles de familias, aprovechando las vías pavimentadas, para levantar casuchas en el derecho de vía, en los desfiladeros y hondonadas; desaparecieron los pocos arbustos de los cerros, sea por consumo de leña o por los incendios provocados en cada verano.
A principios de los setenta, pequeños buses de fabricación alemana -de dos puertas- trasladaban a centenares de pasajeros de un extremo a otro de la ciudad -a un costo de diez centavos-, sentados todos: las mujeres bien vestidas, los hombres, de traje y corbata -de chaleco los conserjes, laborantes en el sector público o privado-, mientras el ayudante gritaba a todo pulmón el destino de la respectiva ruta.
Los ladrones eran conocidos y controlados por la Policía.
Había permanente movimiento cultural: música, teatro, cine internacional, exposiciones de pintura y otros. Se creó el Ministerio de Cultura, hoy desaparecido.
La migración rural, en ese entonces, estaba conformada en su mayoría por centenares de jóvenes que venían a cursar estudios de media y superior en la UNAH, Escuela Superior del Profesorado o escuelas normales (varones y mujeres).
El número de autos no era caótico. Por la calle se saludaban los vecinos, estudiantes y conocidos de cara.
El saludo cordial era característico de los capitalinos. Respetuosos de las normas urbanísticas: dar el asiento a los mayores o a las mujeres, el rincón de la acera a los de mayor edad y el paso a los peatones por los automovilistas.
Hoy, el automóvil es una necesidad y no un lujo, por la inseguridad prevaleciente en el servicio de transporte público sin control policial. Hay más carros que gente. No hay aparcamientos públicos -de bajo costo-. Los negocios cobran alta tarifa por aparcar en los mismos locales donde van sus mismos clientes. En las colonias no hay parqueos para los mismos carros de los propietarios y residentes y, si estos tienen garaje, no los usan. Los carros los dejan en la orilla de las aceras, causando un despelote que ninguna autoridad busca resolver. Cada quien busca resolver su problema sin importarle que deja “trancado” a los demás, es un incivilizado, poco solidario con sus semejantes.
Esa es la clase de ciudadano que ha surgido en la capital en los últimos 30 a 40 años. No sólo es descendiente del que otrora vino a estudiar y se quedó en la ciudad, sino de las oleadas que vinieron atraídos por la luz eléctrica, unas láminas de calamina y piso de cemento que se les ofreció demagógicamente. Vale excepción a la regla.