No pasa una semana sin que hablemos de un nuevo accidente de tránsito y sin que la muerte repita su brutal puntualidad. Casi siempre un camión involucrado, la mayoría de las veces una moto destruida, la velocidad excesiva como sospechosa habitual y todo el tiempo la imprudencia temeraria.
Todas las medidas serán pocas si no se logra vencer el fatalismo, esa idea que los accidentes solo ocurren y no se puede hacer nada, que son inevitables. Quisiéramos que no fuera por la pobreza, educación o cultura de los pueblos, pero el 90% de defunciones y heridos por percances viales ocurren en países de bajos ingresos, y eso que apenas tienen la mitad de vehículos del mundo.
Tampoco se trata de cosas imposibles: controlar la velocidad, respetar la ley y las normas de Tránsito, mejorar las vías públicas, el chequeo de los vehículos y la atención médica inmediata en un accidente; al menos esto propone la Organización Mundial de Salud (OMS), que junto a varios países firmó un compromiso para bajar a la mitad la muerte vial en este 2020.
Lo que más nos impresiona en una colisión violenta y fatal en las carreteras es la triste pérdida de vidas y los destrozos de los vehículos; pero hay una cotidianidad peligrosa que tiene menos cobertura, aunque afecta a los más vulnerables y registra la mayoría de muertes y lesiones en las calles: los peatones o ciudadanos en bicicletas y en motos.
Más o menos 135 personas mueren cada mes en nuestro país en accidentes viales, una cifra desoladora para la cantidad de población y de vehículos, y pensando que es por culpa del destino o de la vida desatenta, pocos toman precauciones que disminuyan los riesgos; olvidan que el cuerpo humano es frágil, se rompe con nada.
Probablemente la peor versión del hondureño es cuando maneja: no conoce o no respeta la señalización, no usa las luces de vías, es desconsiderado con los demás, irascible, descortés, insolidario, atrevido y pendenciero; por eso conducir genera un estrés insuperable.
Algunas cosas se han hecho en el país, no solo se mejoraron muchas carreteras, se ampliaron avenidas, bulevares, se construyeron puentes, rotondas, se habilitaron pasos peatonales, aceras; también se redujo a 80 kilómetros por hora la velocidad permitida y se pusieron policías con radares y señalización en la vía. Pero las cifras trágicas siguen... falta hacer algo más.
El año que recién terminó se contaron alrededor de cinco mil accidentes de tránsito en todo el país en los que murieron más de 1,500 personas; la Policía decomisó más de 123 mil licencias de conducir, por diferentes faltas, y unas nueve mil solo por conducir en estado de ebriedad.
Claro que el aumento de los accidentes es proporcional al incremento del número de vehículos y población, pero el descenso debería notarse más. Y para salvar vidas el ciudadano tiene un compromiso irreductible, además de exigir a la autoridad, exigirse a sí mismo.