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Muy buena memoria

Mi abuela materna era muy aficionada a las telenovelas y, en medio de los afanes del infinito trabajo del hogar, siempre encontraba espacio para disfrutar de una. No era extraño encontrarla a las siete de la noche al frente del televisor, disfrutando de un merecido descanso, saturado de melodramas con acento mexicano. En las pausas relajaba su atención y era posible conversar con ella: eso sí, no aceptaba hablar de otra cosa que no fueran las peripecias de las sufridas protagonistas.

El argumento era siempre muy parecido: jovencita agraciada de cuna sencilla, conoce en circunstancias casuales a un joven inalcanzable por su estatus social, prendándose el uno del otro “a primera vista”. Todo se pone cuesta arriba, con la familia del joven oponiéndose, uno o más personajes perversos provocan una y mil desgracias a la figura principal, hasta que el guionista decide acabar el martirio con un “secreto de familia bien guardado” y obsequiarles a todos -excepto a los malos- un final feliz.

Familias enteras se congregaban para seguir los capítulos en aquellos tiempos de un aparato de TV y apenas un par de canales al aire. “La hora de la novela” era sagrada en muchas viviendas y también lo era para la abuela María Luisa. En cierta ocasión, llegó mi padre a su casa y la encontró atenta a la trama. Ella hacía mala cara cada vez que aparecía cierta actriz en la pantalla, lo cual le extrañó mucho a él pues era la mejor amiga de la protagonista. En un corte comercial, él le consultó a su suegra el porqué de esa incomodidad, si era la que más ayudaba al personaje principal. “Esa mujer es mala, Cálix” le dijo ella con visible incomodidad. “¿Cómo puede ser? Doña María Luisa, si es la mejor amiga y la apoya”, le contestó él. “Pues fíjese bien, que en la novela anterior esa mujer era una harpía y le hizo mucha maldad a la muchacha de la historia, así que no tarda en traicionar a esta. ¡Ya va a ver!”, sentenció con firmeza, segura de su buena memoria…

En sus años mozos, mi padre había sido un destacado intérprete de las radionovelas que se producían en el país en la década del cincuenta. También entonces la población se reunía a disfrutar de las ficciones que se transmitían por episodios, pero lo hacían alrededor de un voluminoso aparato de radio. Al igual que con la televisión, la gente sentía simpatía por los héroes y heroínas, pero apartaba de sus afectos a los malvados que les hacían la vida imposible. En aquel tiempo dorado eran harto conocidas las voces de los actores y no sus rostros, lo que resultó providencial para muchos de ellos pues así evitaban gratuitas represalias.

Mi padre guardó silencio. Doña María Luisa había sido fiel oyente de radionovelas y podría reconocer su voz. No debía correr riesgos pues había actuado de villano en más de una obra y ella tenía buena, muy buena memoria.