Columnistas

xhumaron de El Escorial —desde donde supuestamente partió al paraíso— al vasto sátrapa del planeta Francisco Franco y Bahamonde, quien en 1936 dirigió una cruel insurrección contra la República democrática española, antifacista y adversa a la monarquía. Tras su levantamiento el “Generalísimo” impuso una dictadura atroz (1939), sin comparación con previas. Él mismo declaró en 1940 que retenía en cárceles —edificadas por docenas, como cierto dictatorcillo local— a 26,000 oponentes políticos. ONU considera que en Iberia hay más cementerios clandestinos que en Cambodia.

Pero si sus prácticas represivas son más conocidas por lo material (prisiones, ejército servil, policía de tortura, agencias de espionaje y delación, castigos, encierros, destierro y entierro) el péndulo mayor de su enferma venganza ocurrió en lo mental y espiritual. Dicho en breve, por 36 años Franco castró, desolló y decapitó al espíritu independiente español, tan característico de su personalidad.

Tribunales especialmente constituidos para el terror enviaron a muerte a millares de resistentes, en particular vascos y catalanes (prohibidas sus lenguas), lo que explica sus modernas demandas sociales. Sumos artistas como Federico García Lorca y Miguel Hernández, entre otros, fueron víctimas. El régimen, viciosamente matrimoniado con la Iglesia Católica, a la que nominó religión única de la dictadura, prohibió gremios y sindicatos y promovió la corrupción operativa de la policía, para mejor dominar. La sombrilla del miedo, el espejo de la superstición teológica, el puritanismo fundamental y el pensamiento mágico —dios es todo, nos hace todo— invadió estúpidamente a la nación. Jamás España había retrocedido hasta el medioevo de modo tan brutal.

Franco fue paradigma de la cultura ultraconservadora del orbe occidental moderno. Para aplastar a la República Española se alió con los fascismos ítalo y germano, permitiendo a este último ensayar nuevas armas aéreas en Guernica, donde provocó una bestial masacre posteriormente simbolizada por Picasso en la pintura. Pero más allá de eso ejerció la censura, el control espiritual, la policía intelectual, incluso en las artes, para que nadie pensara diferente al régimen y sus aliados teológicos, que ejercían muy bien las políticas de adoctrinamiento opresivo. Se hizo inconcebible vivir sin misas, te-deum gratia, sermones, prédicas, catecismo, diezmos, oratorios, bautizos, elegías; la población se imbecilizó.

Franco —ido un 20 de noviembre— implantó terrorismos ideológicos. Multó al grupo musical Los Yorks por escribir la canción que comenzaba “Ayer tuve un sueño”, y a Los Gatos por “Viento, dile a la lluvia”. A un director de cine, que escenificó el instante en que la policía erraba un disparo, lo llamó el juez para castigarlo por dudar de la eficacia de la Guardia Civil, “que jamás fallaba”. Colegios laicos eran los de lengua extranjera, en los locales se educaba Biblia cual maná de dios. En fin, que si por tres décadas existió un pueblo estupidizado ese fue exactamente el español, sobre el que regían las Escrituras más que su propia ley.

Obvio, pues si subyugas la mente de las personas dominas sus cuerpos y voluntades. Sálvenos dios de algo similar hoy.