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Entonces se pensó que la conflicitividad vertida en la Revolución Sandinista, donde hermanos contra hermanos quedaron enemistados para toda la vida, no podía acontecernos a los hondureños. Las explicaciones sociológicas radicaban en que la inequidad, la brecha entre ricos y pobres, la profunda diferencia de clases sociales en Honduras no se daba. Que aquí había movilidad entre los estratos de la sociedad: los ricos dejaban de serlo y eran recibidos con compasión y hasta generosidad por sus nuevos pares. Así como también los pobres que hacían dinero, sin necesidad de explicar, podían acceder a formar parte de una élite en la que, no tantos como en Nicaragua, pretendían hacerse creer de origen nobiliario, aunque en realidad lo que tuvieron varios fuera antepasados más osados en apropiarse de tierras ajenas. Cuatreros audaces. Empresarios visionarios justificarían ellos y sus descendientes, hasta el día de hoy.

Igual, quien accedía al poder político era incorporado a tal élite, aunque por el tiempo que durara su condición; y para entonces ya se iniciaba una ilusión por la meritocracia que empezó a reconocerse como otro peldaño para ascender en la escalera social. Aunque no necesariamente en la práctica sirva para hacerlo. Democratización le endilgan.

Pero la conflictividad nos llegó y por las mismas razones que a los nicaragüenses, pero acentuadas por las redes de comunicación, sociales y antisociales. La frustración creciente y derivada en odios profundos, por la corrupción y la injusticia, es responsabilidad de gobernantes a través de muchas décadas. Esa culpa vergonzosa no la cargan solo los actuales, viene de mucho más atrás. De gobernantes chiquitos, preocupados más por enriquecerse, parrandear o jugar chivo, por como salían en las fotos que por las fotos de la miseria. La situación social, económica y política que nos vulnera, la conocemos todos. También todos podemos cambiarla. Empecemos por asegurarnos de que las próximas elecciones sean limpias. Posible.