Columnistas

De escasez y algunas lecciones

ace varios años, muchos hicieron mofa cuando el simpático gerente de una empresa estatal recomendó a la población ahorrar agua como medida excepcional para enfrentar su carencia y un obligado racionamiento.

Práctico y con sentido común, el funcionario sugirió -entre otras medidas extremas- utilizar con mesura el vital líquido en toda actividad cotidiana, especialmente al bañarse, pues es bien sabido que esta acción propicia el derroche.

“Basta con una cubeta”, afirmó seguro y sin perder la compostura. Sobró quien le ridiculizara y el recuerdo de ese consejo le acompañó toda la vida, algo que siempre se tomó con proverbial buen humor.

Cuando el huracán y tormenta tropical Mitch dañaron la red de distribución de agua potable de la capital y otras ciudades, más de uno constató que aquel sabio hombre nunca estuvo errado: no solo era posible asearse con el volumen sugerido (incluso con la mitad), sino que el líquido residual servía para descargar los saturados inodoros, carentes de suministro hídrico desde las tuberías. Cantidades mínimas bastaron para lavar utensilios de cocina, ropa y suplir demandas de aseo e higiene.

Mientras añorábamos días de abundancia, reflexionábamos sobre el poco aprecio que se tiene de algunos bienes cuando estos se tienen y sobran, mientras nos volvíamos tolerantes a cuellos de camisa percudidos, barbas sin afeitar y zafios humores corporales.

¿Y qué decir de los racionamientos de energía eléctrica de la primera mitad de la década de los noventa?

Las oscuranas que congregaban a familias alrededor de velas, quinqués y candiles revivieron el placer olvidado de las conversaciones, llenas de recuerdos y hasta algún improperio contra la desidia de gobernantes. Entonces resultó notable la extrema dependencia de la energía eléctrica y de las comodidades que aporta a la vida moderna, pero también como algunas de sus ventajas -especialmente la televisión- habían afectado la comunicación intrafamiliar.

Las noches de ingrato encierro en los estados de excepción decretados en nuestras crisis políticas nos hicieron valorar nuestras libertades. Durante breves temporadas mucha gente pudo experimentar la inseguridad que debe soportar la población de las barriadas, agobiadas por la violencia que provoca la delincuencia, pero también por los excesos de una represión estatal que no conoce de límites democráticos ni de derechos humanos.

Basten tres ejemplos para mostrar cómo la posibilidad de contar con la provisión de servicios públicos básicos o moverse libremente suelen ser poco apreciados cuando se cuenta con estos a diario.

Es obvio que resulta mejor cuidarlos bien que lamentar su ausencia y rogar al cielo por su retorno.

¿Hemos tomado consciencia de ello o faltan lecciones por recibir?