Columnistas

Preguntas imprudentes

Cuando El País (Madrid) informó que “EE UU irrumpe en la campaña electoral guatemalteca y se convierte en motivo de disputa entre Trump y Pelosi”, quedó claro que campaña y gobierno de nuestro vecino son hoy parte conflictiva de la política interna de aquella potencia.

Similar es el caso de Venezuela, del que aquí se dijo, hace un tiempo muy lejano, que si el gobierno y los opositores seguían aferrándose a que “Maduro se queda, a cualquier precio”, o a que “Maduro sale, no importa el costo”, el conflicto se globalizaría, y los venezolanos terminarían como espectadores del reparto de su petróleo entre potencias y transnacionales. No hubo diálogo mientras hubo tiempo.

La Revolución Bolivariana fue justificada por su líder como una defensa del petróleo venezolano y una mejoría sustancial en la vida de las mayorías. El petróleo ha sido gravado con préstamos de Rusia, China y bancos de EUA, difícilmente pagables, de cuantía desconocida. El país ha perdido su recurso y la población sufre más pobreza y carencias que antes. Mejor habría valido un diálogo interno de los políticos para concertar unas reformas económicamente viables y políticamente factibles.

El Triángulo Norte no tiene petróleo. El interés externo se explica porque el Triángulo es generador de turbulencia migratoria, y es paso del tráfico de drogas hacia EUA, y de personas hacia mercados esclavistas. Esta circunstancia debiera ser suficiente para mover los egos inflados de los liderazgos políticos, que no necesitan diálogos ni concertaciones, pues todos han de ganar las próximas elecciones, cada uno por su lado. Pero, ¿qué tal si ellos tienen la razón y no las mayorías que reclaman diálogo? Si es así, habrán de tener las respuestas a las preguntas de la ciudadanía. He aquí algunas.

Puesto que el presidente anunció su decisión de no repetir, en caso de una salida prematura, ¿se respetaría el orden constitucional de sucesión, o cada grupo pelearía por su candidato? ¿Habría cambios en los demás poderes e instituciones del Estado? ¿Cómo evitarían el caos y la anarquía posibles en el proceso transicional?

¿Han tratado los partidos el tema de la unidad interna de cada uno, en especial respecto a la escogencia del candidato? ¿Cómo atraerán el voto de la juventud?

¿Hay acuerdo sobre una reforma electoral que promueva equidad, transparencia y honestidad? ¿Debiera continuar la Maccih? ¿Tienen el gobierno o la oposición ideas concretas sobre la crisis económica mundial anunciada para 2021? ¿Harán todos una campaña electoral sin insultos ni violencia? ¿Hay acuerdo sobre la nueva tarjeta de identidad?

Los votantes han de temer sus propias respuestas, pero hay preguntas más graves para el futuro de todos, relacionadas con la corrupción, la seguridad, el delito y otras desgracias. Es dudoso que haya respuestas satisfactorias, pero no se trata tampoco de exigir acciones por ahora políticamente inviables. El estamento político está atrapado por la inacción, la sorpresa y un falso sentido de la oportunidad. La presión pública debe exigir un diálogo nacional, no facilitar la sordera del poder. Si no hablamos y acordamos ahora acciones vitales y concertadas, quedaría una sola pregunta: ¿cómo pudimos ser tan torpes,
ciegos e irresponsables?