Columnistas

Naturaleza de la corrupción

Después de 25 años de denunciar la corrupción mundial, los informes de 2017 y 2018 de Transparencia Internacional (TI, fundada en 1992) reiteran la frustración e impotencia de los años anteriores. Según el informe de 2017, la corrupción es mayor donde son mayores las restricciones y represiones de los poderes públicos contra la prensa y demás activistas de la integridad moral en el Estado. El otro informe dice que “… el Índice de Percepción de la Corrupción de 2018 revela incapacidad de la mayoría de los países para controlar la corrupción, lo que a su vez contribuye a una crisis de la democracia en todo el mundo.”

Es tan antigua como la civilización. Tenía ya unos seis mil años de existir cuando la Biblia hebrea refiere algunos casos. Esa corrosión del tejido social aparece en todas las épocas, culturas y geografías; en todas las profesiones, instituciones, religiones, liderazgos, deportes, políticos, empresarios, intelectuales, periodistas, artistas. Como cura se ha ensayado la condena social, el discurso ético y la acción de la ley. Todo ha sido y es inútil. ¿Por qué, después de una lucha milenaria, en la que va empeñado el futuro de la humanidad? ¿No será que no entendemos todavía la naturaleza del problema, cuya solución es mucho más compleja que seguir soñando con ver a todos los corruptos en la cárcel? Ese clamor sin fin, que mitiga la indignación del ciudadano, también le hace sentirse eximido de la responsabilidad de hacer algo. ¿No es esto un tanto hipócrita y un tantito masoquista?

El tema es ético, legal, antropológico, sociológico, histórico, cultural y -el aspecto ignorado- también económico, de mercado. Si en los demás aspectos poco se ha logrado, conviene revisar el económico. Supongamos que la corrupción es un “producto”, con oferta (funcionario público), demanda (empresario), competencia (compraventa legal), precio y demás condiciones de un mercado, aunque opera en la oscuridad. Si se reduce la oferta simplificando procesos y reglamentos, el precio subiría tanto que ya no sería negocio pagar coimas y la demanda tendería a bajar. El cambio desmotivaría a las partes maleadas del sector público, que son minoría, y provocaría su depuración espontánea –ya no habría beneficios ocultos-; además, dificultaría el mercado, que podría caer poco a poco si las compras y las licitaciones fuesen transparentadas. Esto, que no acabaría la corrupción, sí reduciría la demanda fraudulenta y el soborno de la oferta. Ayudaría al proceso imponer obligaciones legales como abrir en Internet las propuestas de licitaciones, registradas antes en el nuevo sistema “blockchain”, ya en uso por varios países, que opera en la nube y es inalterable. La corrupción ya no sería sistémica y el daño del tejido social sería limitado.

Una legislación clara y fácil de aplicar, un gobierno más fuerte y menos gordo, un sistema de compras sencillo y transparente, una inspección eficaz a posteriori, una legislación penal expedita y realista, prevendrían gran parte de la corrupción. Hace falta una reforma administrativa del Estado, pragmática, realista e integral. La formación moral, la virtud ciudadana, son materia de tiempo y trabajo de la familia y de la escuela. En suma, controlar la corrupción, que no erradicarla, requiere una reforma del Estado, de la sociedad y de la educación. No es cuestión de rabietas frustradas. Es cuestión de visión y voluntad política, no solo de los líderes, sino también de la nación.