Columnistas

La vida privada de los árboles

Cada vez que un alcalde manda cortar los árboles de la ciudad, la gente enfurece, abomina, maldice. Parece que ninguno de estos políticos logra entender que más allá del ornamento urbano o la producción de oxígeno, las personas reconocen a las plantas como seres vivos y su cercenamiento les asemeja a un crimen imperdonable.

Es inútil oponerse a la inevitable invasión del cemento, a la conquista abrumadora del hormigón, porque el desarrollo de la infraestructura facilita la vida urbana; son necesarios más puentes y más largos, bulevares más anchos, edificios más altos, residenciales más extensas, esos paisajes de cristal que hacen parecer a las ciudades prósperas y avanzadas, pero no a cualquier costo.

La región primitiva de nuestro cerebro guarda una relación ancestral con los árboles, reverencial, mística, que rechaza su aniquilación. No se trata solo de que el arbolado embellezca, verdeciendo las calles, porque a veces ni lo notamos en tanta ciudad, pero parece una crueldad innecesaria que la motosierra municipal le parta el estómago, le mutile los pies, y hasta fumigue lo que queda para que no retoñe.

Todo mundo coincide en que es mejor sacarlos de raíz y trasplantarlos donde haga falta, es costoso, por supuesto, pero es más caro e infame destruir de una zarpazo lo que ha llevado años en crecer, porque los árboles se parecen mucho a nosotros: tienen pulso, se expanden y contraen para llevar agua y minerales por sus arterias, respiran, envejecen, mueren.

Pero además la arboleda urbana está cargada de vida, aunque la soslayemos, millones de insectos polinizan, comen, anidan, infectan sus ramas, y con ellos una infinidad de pájaros construyen parte de su vida entre el follaje y los frutos de los árboles; cortarlos es más grave de lo que parece.

Todas las culturas y civilizaciones han tenido un estrecho vínculo arbóreo: los mayas creían que una ceiba, el árbol de la vida, conectaba sus profundas raíces con el inframundo y sus majestuosas ramas con el cielo; algunos pueblos africanos consideran que dentro del inmenso baobab viven los espíritus de sus ancestros, y nadie lo daña.

Hasta el mismo Buda alcanzó la iluminación a la sombra de un ficus; también hay árboles como símbolos en los libros sagrados del cristianismo, el islamismo, el judaísmo. Las valientes legiones romanas temían y evitaban dañar los bosques que invadieron en Galia (Francia) y Germania (Alemania). Además fueron sagrados y mágicos para celtas y druidas.

De modo, señores alcaldes de todo el país, empezando por Tegucigalpa, no tranquiliza que corten un árbol y prometan plantar otros diez (plantar, no sembrar: se siembra con semilla, se planta con ramas, esquejes), sería todo un detalle si respetaran nuestra memoria antigua y la vida privada de los árboles; replantarlos en tantas colonias que los necesitan, para que sigan creciendo confiados, sirviéndonos a nosotros y a los desconcertados pájaros
de ciudad.