Columnistas

La deuda social con que lastraron a la república los partidos políticos tradicionales es impagable, aunque también reversible.

Por más de un siglo la improvisación y la ineficiencia, la soberbia y la ignorancia, la ingenuidad y maldad de toda una cáfila de caudillos sembró cruelmente la base de una ruta sin retorno –hacia la pobreza y la miseria– que en pleno siglo XXI –a pesar de las riquezas del país, y en contra de la tecnología hoy apta para alimentar al hombre– contrario a disminuir tiende a aumentar.

Los caricaturistas del orbe ilustraron por años la página de sus periódicos retratándonos como pordioseros sobre bacinica de oro, en tanto que los viajeros del siglo XIX, varios de ellos periodistas norteamericanos con crudos prejuicios sociales, pintaron al hondureño como un ser haragán, inútil para transformar y tener provecho de los poderosos bienes terráqueos (oro, plata) que la naturaleza le dispensó.

Tal no era cierto sino presunción imperial. Comparar al profesional, probablemente académico, del primer mundo de Nueva Orleans y la Europa de entonces, con un indígena ineducado de Yoro o Intibucá, era tanto ridículo cual injusto, actitud viciosa que prosigue ejercitando el blanco engreído que olvida como Londres era en 1700 molienda de seres humanos, mayormente infantes, expoliados por la ascendente revolución industrial; que Nueva York era estercolero de caballos y que en París había más ratas y pulgas que en el hervidero humano de Bombay. Que el imperio inglés forzó a China a enviciarse con opio por 30 años; que los colonos masacraron en Norteamérica a la presencia indígena y que los desmanes ejecutados por el galo en sus colonias, particularmente Argel, avergüenzan a la humanidad.

Entonces, ¿de qué ética histórica hablamos, cómo se atreven a imponernos criterios y aconsejar cuanto debemos hacer con nuestra vida latinoamericana? Similar aquí afirma un ignaro chafarote que defiende la Constitución que humilló hace diez años; “asesores” para una democracia que en 2009 atestiguaban ser la del golpista Micheletti, o catedráticos de Jurisprudencia que se trozaban las venas defendiendo una carta magna que violaron a la primera ocasión.

Son boñiga de la res pública que los partidos tradicionales ordeñaron en un siglo, cuando sembraron en tierra fértil la lanza de la miseria que hoy sufre la sociedad de este país.

Miseria que renta y bonifica a sus cómplices industriales, comerciales y castrenses, a quienes entregan sin pudicia los bienes naturales de la nación: agua y minerales, tierras, ríos y mar, así como la fuerza obrera de los asalariados, sometidos al más candente grado mercurial de exacción de plusvalía: “pago por tu trabajo 10% de lo que me das”. Según la ONU, para que un niño actual logre un decente nivel de vida ha de esperar tres generaciones. A deudas sociales de tal grosura sólo las compone una revolución, ni des más vuelta al asunto.

Las clases y élites que gozan esos intereses y privilegios jamás los cederán de gusto, son tan ciegos que se suicidan tardía o prematuramente pues pudiendo ganar más cuando la gente es pudiente y rica prefieren ejercitar esquemas de esclavitud. Hasta que crece el ingobernado río, los arrastra y acaba por destruir su propia heredad.