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El último rincón de la esperanza

Un acucioso lector del artículo anterior sobre la migración, me ha hecho una pregunta inquietante: Si el ser humano es una especie migratoria, ¿cómo es a la vez una especie territorial, que arrebata y retiene espacios por la fuerza? Eso parece una contradicción, dice el lector; y hundiendo más el bisturí, agrega que, en tal caso, no habría nunca paz posible para la humanidad.

Confieso que el artículo evadió la contradicción entre migración y territorialidad. Ambas se juntan en el punto más tenebroso del ser humano. Y cierto es que, admitida la evasión, la conclusión del lector es inevitable. El problema no es de forma, sino de esencia. La migración se valida con la posesión irreductible y violenta del territorio adquirido.

La población, siempre creciente, demanda más migración para asegurar más recursos. El carácter excluyente, expansivo y agresivo de la posesión, legitimó la violencia y la guerra, más vitoreadas que las ciencias y las artes.

Durante millares de años la migración cruzó etnias, fecundó culturas, aproximó religiones, asimiló costumbres, integró economías. Fue y es la gran polinizadora de la humanidad. Ahora el homo sapiens pretende colonizar el espacio exterior. Pero emprende su más grandiosa migración sin resolver antes su contradicción evolutiva, que ha desgarrado a la humanidad durante 10 mil años de locura homicida.

Pensadores y guías espirituales han buscado con afán frustrado las causas últimas de esa tragedia: codicia, poder, nacionalismos, religiones, luchas de “razas”, luchas de clases. Pero casi siempre la búsqueda ha omitido la evolución biológica y cultural, origen y condición de la naturaleza social de los humanos.

A mediados del siglo pasado, el científico y pensador Robert Ardrey (EUA, 1908-1980) observó que todos los seres vivos buscan y defienden su hábitat con la violencia de que disponen. Llamó “imperativo territorial” –el título de su libro cumbre- a este rasgo de las sociedades animales, que en los humanos degenera con facilidad en violencia y guerra. Así ha sido, así es y parece que así será.

¿Queda esperanza? Quizás venga de la propia evolución, con algún atisbo de sensatez que el ser humano debió adquirir en 10 mil años: sobreviven los que mejor se adaptan a los cambios del entorno y de los provocados por las propias especies. Esto debería ser la globalización: una adaptación a cambios de la evolución social. Acercados pueblos y naciones por el comercio, la diplomacia, el derecho, el progreso material equitativo y la tolerancia mutua, el imperativo territorial podría evolucionar a un sentimiento de pertenencia a la especie, cuyo territorio sería el planeta tierra.

Pero la globalización ha pervertido el cauce evolutivo, al exacerbar el consumismo de lo innecesario, que cosifica a las personas; al agravar la concentración de los ingresos entre naciones y personas; al depredar la naturaleza. El papa Ratzinger, presintiendo las consecuencias teológicas nocivas del extravío, propuso un pacto entre los líderes religiosos del mundo para instar a los poderes globales a cambiar el curso suicida de la economía mundial. Plantea la propuesta en su obra Many Religions, One Covenant. La Unión Europea es un ejemplo esperanzador. El Brexit, por desgracia, es un miope intento localista, un estorbo en contravía de la evolución.

Por otra parte, la marejada populista, aislacionista y nacionalista que recorre el mundo, recalienta el extremo territorial de la contradicción evolutiva, a la vez que trata de eliminar el extremo migratorio. Es la antigua lucha entre humanismo e irracionalismo.

Quizás la esencia del homo sapiens sea su naturaleza contradictoria. Así pensó Robert Ardrey, que penetró en el tema como científico, y lo entendió como humanista: “Si el hombre es una maravilla, entonces lo maravilloso debe residir en el cúmulo de sus contradicciones”. Las sufre, y casi siempre las resuelve. Ese podría ser el último rincón de la esperanza.