Columnistas

El incombustible odio en internet

Siempre hubo en el aula, en la oficina, en el barrio, un chismoso que esparcía rumores, o una chismosa que le llevaba la vida a todo mundo, pero el daño era mínimo en un círculo reducido; ahora con internet la desinformación y el odio saltan como la violenta onda expansiva de una explosión: incontrolable, impredecible, inmoladora.

Pareciera inocua y hasta entretenida la animadversión que desbordan las redes sociales, y lo menos que causa es enojo y frustración; pero en mentes estrechas es sumamente peligroso, porque la inquina y el rencor están a un paso de una acción violenta en contra de cualquiera: funcionarios de gobierno, políticos de oposición, manifestantes, policías, empresarios o algún infortunado inocente.

Claro, no es un problema solo nuestro, los ejemplos documentados nos vienen de afuera de casos recientes, como Cesar Sayoc, detenido en Estados Unidos por enviar explosivos por correo a los expresidentes Barak Obama y Bill Clinton, entre otros reconocidos personajes, que endureció su desprecio en Twitter; o Robert Bowers, que asesinó a once personas en una sinagoga en Pittsburgh, publicaba su actitud antisemita en la red Gab; o un militar de alto grado de Birmania que esparce en Facebook su abominación contra musulmanes.

Hace algunos años se valoraba que internet nos traería una expansión del conocimiento y la comunicación como nunca se había visto. El viejo cuento de Jorge Luis Borges “El aleph” se nos hacía realidad, porque desde una computadora tendríamos lo que él solo imaginó: un punto del universo donde están todos los puntos. Sin movernos del escritorio podríamos visitar ciudades, comprar cosas, conocer personas, leer, escuchar, aprender. No contábamos que el odio, parte de la imperfección humana, también reclamaría su espacio.

Desde luego, no todo es malo, las redes sociales dan voz a reclamos legítimos que antes eran imposibles, y a la multiplicación de la información que llegaba por goteo y con filtros sesgados. Incluso ha sustituido los carteles engomados que se pegaban de madrugada, y hasta las bombas caseras con panfletos que convocaban revoluciones.

¿Pero cuánto de lo que se publica es cierto? El Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) hizo un estudio para descubrir que el setenta por ciento publicado es falso. El problema es cómo distinguir lo verdadero, que además es poco, así que la gente opta por lo lógico: dudar de todo. De modo que informarse a través de las redes es un riesgo. Solo queda lo otro: odiarse. Eso sí se puede. Difundir rumores, descalificaciones, burlas e insultos es fácil desde la seguridad del anonimato y la lejanía.

Quien más, quien menos, aquí las redes se dividen entre los que odian a quienes gobiernan, los que odian a quienes gobernaron, o los que odian a ambos, y por supuesto, su entorno. Después siguen los pleitos por el fútbol, las creencias religiosas y algunas cosas más. Ni siquiera los miembros de un mismo grupo político o social se escapan, las riñas virtuales internas son feroces y el nivel de insulto llega hasta lo insoportable para una persona más o menos normal.

A los que defendemos la libertad de pensamiento, de expresión y de prensa, nos da escozor cuando nos hablan de regular cualquier instrumento de comunicación y damos un fuerte no a la censura; pero algo tenemos que hacer para que Facebook, Instagram o Twitter dejen de ser una fuente de odio y resentimientos; que se pueda criticar sin amenazar, exigir sin insultar, denunciar sin mentir; que un día no lamentemos que un loco radicalizado y envalentonado en Facebook o Twitter salga a dispararle a todo mundo.