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No pasa todos los días

En aquella sala de abordar del aeropuerto de Schwechat, en Viena, el tiempo empezaba a lucir eterno. Ciertamente, no se trataba de un naufragio en isla desierta ni del abandono de quienes se pierden en una tupida selva o inhóspito desierto.

Mucho menos de quienes cuentan infinitas horas en confinamiento solitario en celda penitenciaria o sanatorio psiquiátrico. Nuestra espera era menos dramática, pero no por ello menos tediosa: el vuelo había sufrido un retraso (así lo indicaba el rótulo electrónico) y nadie daba cuenta de cuándo partiría el avión.

“El que espera, desespera”, me escuché farfullar entre dientes. El agotamiento me había quitado las ganas de leer y ya había recorrido –afortunadamente sin dinero en la cartera- todos los pasillos cercanos a mi puerta de embarque. Había descartado volver a la sala pues es bien sabido que las butacas de las instalaciones aeroportuarias no están hechas para largas estancias ni para espaldas cansadas. Así que, armándome de paciencia, decidí hacer una nueva ronda, confiado en que al retornar encontraría a las responsables de la aerolínea brindando una cálida bienvenida a los malhumorados pasajeros.

Mientras me alejaba por el pasillo, me topé con un grupo de bulliciosos jóvenes, varios de ellos adolescentes, quienes probablemente serían nuestros compañeros de viaje. Su talante relajado indicaba que recién llegaban al lugar, siendo notoria su emoción por el viaje pues no dejaban de parlotear animadamente en alegre alemán austríaco.

Aburrido como ya estaba, no merodeé mucho por los alrededores. Vi un par de vitrinas, negué interés de compra a otro tanto de dependientes y regresé a mi punto de partida, esperando no haberme quedado sin lugar para sentarme, pues algo me decía que la sala se había llenado en el último cuarto de hora. Sin sorpresa y como suponía, constaté al volver que apenas había asientos disponibles y me senté en la alfombra, de frente a una montaña de maletas de mano que los jóvenes recién llegados habían apilado a un costado de la hilera de sillas.

Luego, todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Un par de chicos abrieron sus maletas, y en medio de risas y frases entrecortadas comenzaron a afinar sus violines; otros que se encontraban más lejos se acercaron corriendo a sacar sus instrumentos de sus propios estuches, mientras unos más se reían y les hacían chanza. En pocos minutos, los improvisados ejecutantes –que sin duda integraban una orquesta de cámara juvenil itinerante- estaban tocando el Allegro de “Eine kleine Nachtmusik” de Mozart. No pasó mucho tiempo para que la totalidad de los chicos se integrara, de buena gana, a la iniciativa del intrépido par que había decidido hacer algo para acabar con el notorio hastío de los ahí presentes.

No terminaron la Serenata, pero tampoco era necesario. Todos sonreíamos agradecidos por el inesperado obsequio. Algo así no pasa todos los días y menos entonces. Era 1993. En ese tiempo no se conocía el Flashmob ni los conciertos espontáneos virales (la web apenas iniciaba).

Algo así no pasa todos los días, ni aún veinticinco años después.