Columnistas

Impensables piezas de museo

Cuando aquellos hombres decimonónicos se lavaban manos y cara antes de dormir, aplacando los calores del Trópico, jamás pensaron que las jofainas y aguamaniles, camas, sábanas sudadas y cántaros de barro, que constituían su menaje de hogar más íntimo, terminarían expuestos -despostillados o con manchas por su uso constante- en una sala de museo.

Cada vez que entraba a un recinto en los que se mostraban estos “objetos personales”, mi infantil sentimiento de legitima curiosidad histórica se completaba con elucubraciones propias, en las que imaginaba todas y cada una de las actividades cotidianas de una persona en su época. Afeitado, baño, alimentación, transporte, trabajo, uso del tiempo libre, atención de enfermedades, urgencias del cuerpo: todo lo que se hacía desde que cantaban los gallos al alba hasta que la penumbra obligaba a encender palmatorias y ocotes.

Acostumbrados a su uso rutinario, casi nunca vemos los artículos y aposentos que nos rodean como los futuros vestigios o pruebas de nuestro paso por la noble Tierra. Las ruinas de las antiguas civilizaciones fueron en su día templos y hogares que albergaron gente, del mismo modo que lo que hoy llamamos piezas arqueológicas fueron platos, ollas, instrumentos para el culto a los dioses, herramientas de trabajo, de placer o basura. Tome en su mano esa lata de aluminio que minutos antes llenaba una bebida gaseosa: si sobrevive a la industria del reciclado y no hemos acabado con el planeta, quizás provoque en unos cientos o miles de años, un grito de sorpresa a un estudioso de la antigüedad y termine en un estante, admirado por pequeñuelos de escuela.

A su alrededor están las muestras de parte de nuestro legado para las generaciones futuras: plásticos para usar en el microonda, tazas de sanitario, cepillos de dientes, etc. Tal y como quedaron en nuestras manos las reliquias de los abuelos o de los padres de estos (victrolas, máquinas de escribir, cuchillas de afeitar y planchas de carbón, por ejemplo), algún día nuestros nietos o bisnietos se pelearán la posesión de un reproductor de CD, un foco ahorrador o una maquinilla de rasurar desechable.

Cavilando lo anterior estaba cuando se me ocurrió que en la versión más moderna de nuestro “museo de historia republicana”, del mismo modo que hoy guardamos bacinillas y relojes, piedras desprendidas de un templo, ropa de generales, monedas añejas, fotos de revoluciones y más de una estilográfica de figuras históricas, podrían agregarse -en años más, años menos- algunas “piezas de colección”. Vaya el inicio de una lista que podríamos concluir con la ayuda del amable lector y lectora: el machete de Reina, las chumpas de Flores, el pantalón de jogging y anteojos de Callejas, el dobok (uniforme de taekwondo) de Lobo Sosa, el sombrero de Zelaya, el tiquete de un vuelo sorpresa a Nápoles, la sentencia de una impensada reelección… y hasta la colchoneta en que un aspirante a diputado durmió, con un ojo abierto, para cuidar la obtención de una esquiva curul.

Ya sabemos que la Historia se escribe en hojas desordenadas. Los historiadores, los museos y usted se encargarán del resto.