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Amor se escribe sin hache

Alguien observaba hace poco que la tecnología está destruyendo las tradiciones y los valores en que todos nos hemos formado. “Acabarán destruyendo el amor”, dijo.

“No mientras haya soledad”, respondí, sabiendo la fragilidad de esa esperanza.

Desde los albores de la cultura, el amor se ha sabido infinito y rara vez, si alguna, su eternidad ha sido puesta en duda.

No obstante, la creciente complejidad de las cosas humanas y la velocidad desquiciante que las cambia sí han provocado dudas sobre la validez, la utilidad y la importancia del amor.

Por ejemplo, en el prólogo de su hilarante novela “Amor se escribe sin hache”, el dramaturgo humorista español Enrique Jardiel Poncela (1901-1952) decide que todas las cosas importantes se escriben con hache, como hacedor (Dios), hembra, honor, hambre, hijo, historia, etc.; y que por eso el amor, que no tiene importancia, se escribe sin hache.

Otro caso, más inquietante y no en broma, es cuando el nobel Thomas Mann hace preguntar al protagonista de “La montaña mágica”: “¿Qué es el amor, sino la locura, una cosa imprudente y peligrosa, una aventura en el mal?”.

En tortuosa mezcla con el marketing y el consumismo, la globalización, extraviada en atajo codicioso, ha relacionado el amor con cuanto el marketing decreta imprescindible. El éxito económico, el poder, la apariencia física, el atractivo sexual, son frecuentes criterios de selección. El amor no ha sido relativizado, como temía el papa Ratzinger: ha sido convertido en cosa.

La tecnología acelera cambio, velocidad y vértigo. Una vez más, es aplicada a la producción de bienes y servicios antes que su madre nutricia, la ciencia, haya podido prever las consecuencias que los nuevos procesos tendrán para la humanidad, la naturaleza y la economía.

Cuando es limitado a la pareja, el otro amor, el humanístico y universal, el que trae la paz, predicado por los grandes pensadores y los guías espirituales, ese otro amor es marginado.

Pero también sufre el amor de la pareja misma, tantas veces reducido a sexo por la publicidad comercial: amor que bulle mientras las compras desatan feromonas, amor que muere, a medida que los juguetes del consumismo dejan de excitar, y hay que comprar otros nuevos.

Amor, soledad, estrés, depresión, son temas que preocupan a la ciencia, más y más. Erich Fromm (Alemania, 1900-1980). Psicoanalista, filósofo, humanista), destaca en su obra “El arte de amar” que la separación de las personas, provocada por la civilización, y la soledad resultante producen la confusión, el estrés y la depresión que agobian al ser humano. El amor, para Fromm, es la recuperación de la solidaridad perdida y la derrota de la soledad.

Y por eso es que el amor de pareja no es un “sálvese quien pueda”. Debe extenderse a las causas nobles, sin reservas ni prejuicios. La pareja debe optar por la biofilia, por la vida en todas sus manifestaciones.

De manera contraria, la soledad puede inspirar odio y muerte. Los fanatismos, los racismos, las discriminaciones, las dictaduras, la corrupción y el crimen desprecian la vida y la naturaleza. Son el lado siniestro de nuestra especie, que Fromm llama necrofilia.

Según él, la soledad comienza cuando la sociedad nómada e igualitaria de cazadores y recolectores se convierte en ciudad (hace unos diez mil años), donde nace el egoísmo social que separa a la gente.

El hombre aprende infinidad de cosas todos los días, pero no sabiduría. Si agachara un poco su soberbia, comprendería que nunca descifrará su propia esencia ni, menos aún, la del universo. Pero el acto de amar a su pareja, a su familia, a su vecino, a su amigo, a su comunidad, le enseñaría a vencer su soledad, a encontrar la paz y la serenidad necesarias para sobrevivir en estos tiempos de cambios tecnológicos abrumadores, que nos confunden y nos separan todavía más.