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Cuentan que en las vueltas del Ocote...

Claudicar nunca, rendirse jamás”. La frase, originada en alguna arenga militar, es utilizada con frecuencia en la arena política para mostrar la vehemencia con la que las dirigencias partidarias esperan se comporten sus seguidores frente a cualquier desafío de importancia.

Versiones locales de esta expresión han echado raíces en las mentes y verbo de militantes, inspirándoles a acompañar hasta el sacrificio a sus caudillos en las contiendas electorales, únicas “batallas” que la modernidad les brinda y reserva.

Útil para inspirar a otros, esta máxima puede resultar contraproducente cuando los contrincantes, alejados de yelmo, armadura y lanza en ristre, acuden con bandera blanca y desean parlamentar con el adversario y así alcanzar acuerdos que eviten un inútil desperdicio de fuerzas y recursos. Confiar en quien ha sido enconado adversario nunca ha sido fácil: la expectativa de enfrentar una traición, hipocresía, mentira o postergación para lograr ventajas es natural y puede obnubilar los sentidos, paralizando a quien ha sido requerido para una tregua y oportunidad de saldar diferencias.

Cuenta José Sarmiento en su Historia de Olancho que el 21 de enero de 1830, en las Vueltas del Ocote, el general Francisco Morazán sorprendió a los alzados de esa región acudiendo a su campamento para parlamentar con ellos en solitario, como un hombre común y corriente, sin escolta “tapado con un sombrero de junco, un pantalón blanco, casaca negra, un pañuelo blanco en el cuello, botas altas y trayendo un chilío en la mano”.

Morazán había depositado la presidencia del Estado de Honduras en el senador Juan Ángel Arias tres semanas antes, y aunque era el jefe supremo de la República llegaba ahí desprovisto de honores. Se cuenta que los alzados de al menos once pueblos insurgentes de Olancho -entre ellos Catacamas, Juticalpa, Yocón, El Real, Gualaco y Manto-, armados con rifles, machetes y lanzas, salieron a su encuentro, impresionados por la temeridad del recién llegado. Después de saludarse, le brindaron agua y conversaron, a la sombra de un amate. Al rato, luego de dialogar e intercambiar puntos de vista, el jefe de los sublevados, el coronel Concepción Cardona, se dirigió a su ejército -en armas desde noviembre de 1828- para gritarles: ¡No pelearemos, viva el general Francisco Morazán! Al concluir los abrazos y vivas, Cardona fue a las trincheras y dijo: “El general Morazán almorzará con nosotros, ya no habrá más guerra”. Y sentados en el suelo, sin distinción, con Morazán muy alegre entre todos, comieron juntos en huacales “de la olla repleta de carne salada y plátanos”, como buenos amigos.

La Capitulación de las Vueltas del Ocote de 1830 fue lograda por Morazán y los jefes alzados en apenas 24 horas, constando su texto de 17 puntos que las partes se comprometieron a ratificar y cumplir. Bastaron liderazgo y actitud proclive a ceder por el bien común, como lo demuestra el documento en sus breves líneas.

Un buen líder debe saber decir no y resistir, pero también debe ser humilde y entender su tiempo y circunstancias. Solo así se suma, se une y se trasciende.