Columnistas

Sara o el gozo de la novela

En muchos certámenes literarios se repite, dígase por ejemplo en los exigentes juegos florales de Santa Rosa de Copán: los narradores jóvenes confunden en modo inevitable lo que es relato con lo que es cuento, no digamos con novela, pues con frecuencia los textos están compuestos por extensas descripciones y cero, o casi cero construcción o participación de los personajes, quienes son cual títeres o marionetas en las manos poco expertas del autor. El héroe (o heroína) viaja, así, colgado de los hilos de la trama, desplazándose por espacios físicos ––calles, montes, ciudades–– sin resonancia espiritual, excepto algún par de reacciones al ambiente o a un interlocutor, con lo que es obvio que no vive sino que lo hacen vivir, alguien respira por él y, peor, otro piensa por él.

El ambiente se torna, por ende, abrumador, al grado de aplastar la interioridad del personaje, quien ve de dentro hacia afuera sin poder verse a sí mismo, a su interior. “Ricardo, el periodista” relata cierta obra “bajó de prisa las escaleras del condominio, pues fallaba el ascensor, y se encaminó en dirección a la sexta avenida, ya que procuraba evitar el ruido voluminoso de la calle real”… Cámara volante encima del protagonista, omnisciente lente de un dron, mirilla casi francotiradora que sigue cada movimiento del individuo con acoso pero nada emotivo: desconocemos lo que siente o reflexiona, si experimenta frío o calor, suda o sufre sed, se angustia o es feliz. El método narrativo es aquí tan simple que puede servir lo mismo para describir un edificio como a un perro extraviado o una refrigeradora.

Foto: El Heraldo

Sergio Ramírez publicó en 2015 una novela verticalmente opuesta a lo que ahora tratamos. “Sara” parte de una referencia bíblica si bien su objeto es para nada religioso sino intensamente humano. La obra entera está narrada en varios planos pero vista en totalidad desde la óptica de la mujer de Abraham y de su encuentro con dios (el Mago), las ofertas de este y las desilusiones. Y mientras cuenta su desconfianza y a la vez su ansiedad con respecto al Mago, quien le ha prometido que será madre de un pueblo mítico, pinta también con finos toques de acuarela el crudo exterior: el desierto y sus arenas ardientes, la sequía y las ovejas que balan, los pájaros enjaulados y la presencia cercana y ahora ingrata de Agar, la esclava probablemente nubia con quien Abraham pasa silentes noches eróticas ya que ella, Sara, es muy vieja para concebir…

Los bellos ángeles que envía el Mago son descritos con perspicacia femenina y fino humor, pero en vez de despertar asombro ––dada su pasmosa capacidad para destruir con un soplo volcánico (atómico) a Sodoma y Gomorra–– Sara los envuelve y masifica en una inteligente burla de lo que es el poder, poco le importa si celestial. Y a tal grado de intimidad ocurre esto que uno acaba concluyendo que lo que se lee no es obra dedicada a repetir el tema de antiguas anécdotas hebreas sino para explorar lo intenso y abismal de la psicología humana, tanto hoy como de los tiempos en que dios bajaba a la tierra para calibrar de primera vista la conducta de los hombres y para evadir, como dardos veloces, cual sables afilados, la ironía pícara e inevitable de la mujer.

El objeto narrativo dejó de ser, entonces, el entorno del ser humano para concentrarse en el modo como ve al mundo desde dentro suyo el humano, o sea cuál es, dentro de la mente, la resonancia de lo material que lo rodea. Y entonces (entre otras peculiaridades) el texto adquiere la gracia de un cuento y abandona la del relato, que es más simple y llano, mucho más elemental.

Julio Escoto
Escritor