Columnistas

La alegría de un civismo precioso, exuberante, el domingo pasado, ha sido desplazada por la incertidumbre y la angustia.

En la mayoría de los corazones hondureños, sea cual sea su partido, se clama por paz y justicia. Se repudia el miedo paralizante, el odio visceral que todo lo retuerce y la ofuscación que nubla la razón y el sentimiento.

¿Cómo hemos podido volver a esto? Por nuestros dirigentes, porque sin excepción, acomodan la situación a su conveniencia.

No tienen derecho a trastornarnos la vida: ni la de sus activistas marchando en la calle en vez de estar estudiando y trabajando, ni la de los jóvenes buenos convertidos en vándalos por defender no la patria, sino mezquinos intereses, ni de la gente que produce y genera riqueza, que no la hurta.

No tienen derecho a instrumentalizar la juventud, cargada más que de esperanzas, de tremendas frustraciones, las que fácil canalizan en lo destructivo.

Queremos paz y justicia. Que ello es respeto a la voluntad popular, sea cual sea. Somos dispuestos, como tantos, a contribuir a lograrlo. Sin cálculos ni temores. La suspicacia desatada por la actuación del Tribunal Supremo Electoral crea violencia, ni así, justificable. Sin derecho alguno quienes con que “arda” Honduras valen sus pretensiones.

Cuando Salvador Nasralla, uno de los dos autoproclamados presidentes electos, suscribió el pacto ante la OEA, su figura adquirió dimensión de estadista.

¿Por qué retirar su firma, cuando el punto tres contiene lo que clama la hondureñidad, incluidos los que no les votamos y que antes exigiera con la oposición: “Que hasta que se cuente la última de las actas se reconocerían los resultados”. Entendido previo rectificación de actas irregulares.

¡Que sea contado el 100% de las actas válidas! Que sea recuperada aquella dimensión de estadista por otra vía: que el presidente Zelaya, con el mayor liderazgo real en el país, comprenda que en su determinación está el destino de Honduras. Presidente Zelaya, queremos paz. ¡Ayúdenos!