Hubo una maestra de escuela, allá en el sector fronterizo, en el norte de Santa Bárbara, en la comunidad de “El Oro” de gran dedicación al magisterio.
Siempre conmemoraba las festividades.
Los sábados, en la hora cívica, preparaba a sus alumnos con poesías alusivas de su inspiración, pequeños discursos emergidos de su corazón, haciendo de aquellos sábados de patriotismo, colmados, hacia la nación.
Los 30 de mayo los hacía activos: sembrando árboles donde había que reforestar, y es que había leído por muchas veces “¡El almendro del patio”, de Alfonso Guillén Zelaya; había enseñado a los niños el canto “Al rumor de las selvas hondureñas”.
María Josefa Mejía de Ardón no era una maestra cualquiera, una docente con multigrados. Asistía a reuniones de directores, recorriendo, cada mes, a pie 19 kilómetros hasta Macuelizo. La Juan Lindo, nombre de su escuela, limpia y adornada todo el tiempo, semejaba un nacimiento.
Altares cívicos. Plan anual, horarios, calendarios, hasta para la elaboración de merienda, planes de clase, libros del registro escolar.
Todo bien ordenado y actualizado. La profesora María se entregó con amor al ejercicio de la docencia toda su vida. Sus exalumnos la recuerdan con nostalgia; quienes fuimos sus compañeros, con sinceridad y cariño.
Los anales en Nueva Frontera recogieron en las páginas de la memoria parte de la vida de María Josefa, la docente. Como un ejemplo al gremio magisterial, les he narrado la verdadera vocación de una maestra, sin título, que, en vida tuvo excelente desempeño como educadora, en una escuela rural, allá, en la sierra Espíritu Santo, del occidente, en Nueva Frontera.
Recuerdo haber acompañado a María Josefa a las reuniones mensuales de directores a Macuelizo, caminando sobre una gruesa alfombra de pino en época de verano y bajo las lluvias de invierno; cruzando crecidas quebradas.
Así era la vida de sacrificio de los maestros rurales.