Cartas al editor

El cuento de la cabaña

Mi abuela desde que yo estaba pequeño siempre hablaba que uno en su vida debía visitar al menos una vez la cabaña; siempre en las reuniones de Nochebuena nos contaba ese relato sobre ese lugar que para ella era mágico. Yo, poco entendía eso: a pesar que ya me sabía todo ese suceso de memoria, no entendía por qué mi abuela nos hablaba de eso para aquellas fechas, pero cuando ella falleció, nada volvió a ser lo mismo, y muy pocas veces la familia solía reunirse toda como cuando ella estaba. Pasaron los años y ahora de mi infancia solo quedan los recuerdos.

Definitivamente ser adulto conlleva una gran responsabilidad, y para mis siguientes vacaciones estaba planeando visitar la cabaña con mi familia, lo malo que no sabía dónde quedaba. Nunca entendí muy bien esa parte del relato, pero yo estaba muy interesado y también emocionado por conocer ese lugar, y fui a casa de mi madre a preguntarle dónde quedaba, y me dijo “eso con exactitud solamente lo sabe tu primo Marcos”, pero a mi primo no lo veía desde hace mucho tiempo; bueno, mejor dicho, para mí había dejado de ser mi primo desde aquel día que empujó por las escaleras a Sofía, mi hermana pequeña, quien desde ese entonces quedó en una silla de ruedas.

No me gusta hablar de eso, y de mi primo no me gusta acordarme porque cuando lo hago me lleno de rabia. Con Marcos siempre jugábamos, siempre íbamos al río en nuestras bicicletas, compartíamos nuestros dulces, y no entiendo por qué le hizo eso a mi hermanita, y mucho menos entendía por qué mi madre me mandó a preguntarle a él la dirección de la cabaña. Así que un día sin pensarlo tanto fui a su casa, estaba en el garaje lleno de grasa, debajo de un automóvil, y se quedó paralizado al verme llegar... “¿dónde queda la cabaña”, le pregunté. Se quedó en silencio, me miró a los ojos y dijo: “ese día corría a traer las pastillas de mi abuela, resbalé y sin querer empujé a Sofía, nunca tuve tu perdón, y eso marchitó mi corazón, ahora tú, ve, y busca allí”.