Crímenes

Sección de Grandes Crímenes: Los ojos de una doncella

Bien dicen que en el amor y en la guerra, todo se vale
05.10.2019

Si hombre sonreía, su compañero sonreía con él, y a los dos les brillaban los ojos, con ese fuego de la lujuria que solo se apaga, cuando se apaga.

Yeni, menudita, de bonito cuerpo, cara atractiva, ojos miel y sonrisa capaz de revivir a un muerto, miró al hombre y le dijo, con ese acento instintivo que usan las mujeres cuando quieren poner el mundo patas arriba: “Uy, usted, yo soy virgen... ¡Soy señorita, pues, y todavía no sé de esas cosas!”.

El hombre se estremeció por dentro, brilló el sol en su rostro, y la adrenalina invadió sus venas.

“Yo te voy a enseñar, y vas a ser feliz” -le dijo, con el corazón palpitando en
su garganta-.

“No le hagas caso, Yeni -lo interrumpió la compañera de la muchacha-, mirá como son los hombres, primero te bajan el cielo y las estrellas, y cuando ya lo fregaron a uno, se van lamiéndose los bigotes y ahí te dejan, para los perros. Tené cuidado”.

“Uy, usted -replicó el hombre-, yo no soy así. Yo sí sé valorar a una mujer”.

Cuando don Jorge Quan lo entrevistó, varios de sus compañeros se reían de él y le hacían bromas.

“¿Y tu virgencita, vos? -le decían-. Gran larga te salió la güirra”.

Y se reían en su cara.

Cuando los presentaron, detenidos, a los medios de comunicación, se notaba que aquel hombre había llorado, y que lo atormentaban la ira y la vergüenza. Y su compañero había llorado con él.

“¿Y la tuya también era doncella, vos?” -le preguntaban, riéndose, sus compañeros, los mismos que los habían capturado-.

Don Jorge Quan también se ríe, pero no de la desgracia de aquellos policías. Se ríe porque no deja de sorprenderse de lo que son capaces las mujeres.

Bien dijo de ellas el poeta: ¿No sabes, oh ingenuo, que cuando una mujer desea alguna cosa no hay quien la venza?

Amigo, no te fíes de la mujer; ríete de sus promesas. Su buen o mal humor dependen de los caprichos del momento. Y no olvides que al padre Adán lo expulsaron del Paraíso a causa de una mujer.

¡Sería verdaderamente un prodigio ver salir sano y salvo a un hombre de la seducción de las mujeres!

“Y la seducción de aquella “doncella” llevó a la cárcel a aquellos dos ingenuos -dice don Jorge-, y probaron el infierno, como aquel rey al que le gustaban lo mismo los muchachos que las muchachas, y, al reprenderlo, un sacerdote le dijo: Majestad, iráis al infierno, y allá te comerán los gusanos por tanto pecado que has cometido. Y murió el rey, y al llegar al infierno, empezaron a comérselo los gusanos, y el rey, desesperado, gritó: ¡Ya me comen, ya me comen, por donde más pecado había!”.

Ríe de nuevo, don Jorge, y me dice:

“Carmilla, el que puede entender, que entienda”.

Pero, ¿qué pecado llevó al infierno de las cárceles hondureñas a aquellos dos policías? ¿Por qué los detuvieron sus propios compañeros? ¿De qué los acusó aquel “infalible, sagaz, inteligente y siempre justo” pupilo de don Óscar Chinchilla?

“En realidad -dice don Jorge Quan-, la desgracia de aquellos hombres empezó muchos años antes, en una casa pobre de una colonia marginal de Comayagüela”.

Scarface

Tenía apenas diez años cuando Marcos se cayó por las gradas que, como si llevaran al cielo, formaban el callejón que llevaba a su casa. Y el accidente fue horrible. Sin embargo, se recuperó, pero lo que no pudo quitarse de la cara fue la fea cicatriz que le quedó en la mejilla derecha, donde la punta mohosa de una varilla de hierro le causó una profunda herida.

“Nada que el doctor Emec Cherenfant no pueda arreglar -le dijo una vecina a la angustiada madre del niño-; búsquelo, y él le va a ayudar; ya va a ver”.

“Pero, ese doctor ha de ser caro”.

“Para el que tiene con qué pagar, sí; para nosotros los pobres, no; a los pobres ni siquiera les cobra... pero les ayuda. Vaya donde él...”.

La cicatriz bajaba desde el pómulo hasta la mejilla, y era realmente fea, tanto, que el niño se negó a ir a la escuela y hasta a salir de la casa.

“Vamos a mejorar esa cicatriz -le dijo a los padres el doctor Cherenfant-; él es un niño, y con el tiempo, solo va a quedar una marca que casi no se va a notar”.

Los padres sonrieron de alegría.

“Y no les va a costar ni un centavo” -les dijo el doctor-.

Y, después de tres cirugías en un año, aquella horrible cicatriz desapareció casi por completo, aunque Marcos nunca se quitó de encima el apodo que le pusieron sus compañeros en la escuela:
Caracortada.

“Gracias, doctor -le dijo la madre al doctor Cherenfant-; nosotros tenemos vergüenza con usted porque no le hemos pagado ni un cinco”.

“No se preocupe, señora -la interrumpió el doctor-; Dios paga por usted”.

Y parecía que la vida seguiría su curso normal en aquella familia, hasta que, un día, llamaron al papá al colegio.

“Señor -le dijo el director-, tenemos que decirle algo grave acerca de su hijo Marcos: vende marihuana a sus compañeros, y ha amenazado de muerte a algunos maestros... No sabemos qué hacer con él porque si lo expulsamos, tenemos miedo de que quiera hacernos algo...”

“¿Está seguro de que me está hablando de mi hijo Marcos? -preguntó el papá-. ¿No se habrán equivocado de muchacho? Mi hijo es bueno...”

“De su hijo Marcos estamos hablando, señor. Le dicen ‘Caracortada’, pero ahora a él le gusta que le digan, ‘Scarface’, y se lleva con un grupito que es para tenerle miedo. De su hijo estamos hablando”.

Y el padre, con dolor en el alma, tuvo que aceptar aquella realidad. Su hijo, Marcos, ahora apodado “Scarface”, era un delincuente peligroso.

“Y tan bonito el cipote” -exclamó
una maestra-.

“Lástima -dijo otra-; va a terminar mal”.

Pero, para eso, faltaba mucho tiempo.

Perdición

Pronto, Marcos dejó el colegio, aunque siguió controlando allí la venta de marihuana. Ganaba dinero y se daba buena vida, siempre llevaba armas encima, y dos o tres de sus cómplices estaban con él día y noche. Y su padre no logró hacer que dejara aquel camino de perdición; y menos lo conmovieron las lágrimas de su madre. Marcos, el “Scarface”, era cada vez más poderoso. Sin embargo, en el camino a la cima, siempre se dejan enemigos, y en aquel tipo de vida, nunca tarda en aparecer la Policía.

El “Scarface” ya no solo traficaba marihuana; ahora era cocaína, crack, pastas, armas, municiones, uniformes militares y policiales, carros robados, dólares falsificados, sicariato y extorsión. Se había diversificado en el crimen, y no había entendido que hay un tiempo para cada cosa, y que, en el delito, hay una cosa para cada quien. Ignorando eso, Marcos invadió territorios ajenos, y los enemigos no se hicieron esperar. Además, la Policía lo tenía entre ceja y ceja. Y, como todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora, le llegó la hora a la Policía de encontrarse con Marcos. El problema era que el “Scarface” no se dejaría capturar tan fácil. Se enfrentó a tiros con la Policía. Dos de sus guardaespaldas murieron. El otro escapó. Él quedó herido en una pierna, y los propios policías lo llevaron al Hospital. La herida, aunque no dañó ningún hueso, era seria, y Marcos estuvo dos semanas en el hospital. Dos policías estaban cerca de él. Era un hombre peligroso, a pesar de que solo tenía veinte años, y lo vigilaban día y noche.

Y, como casi nada dura para siempre, la estadía de Marcos en aquella cama de hospital llegaba a su fin.

“Mañana te trasladan al presidio -le dijo un oficial-, y allá te vas a podrir... Vas a salir con bastón de allí, si es
que salís”.

“Scarface” sonrió.

La doncella

Eran dos muchachas muy bonitas. Llegaron a visitar a Marcos y a dejarle ropa. Una de ellas dijo que era su hermano. Los policías revisaron todo, y no había nada ilegal.

“Uy, usted, qué estricto”.

“Solo hago mi trabajo, señorita”.

La muchacha no dijo nada, pero le dedicó al policía una mirada de serpiente, de esas que hipnotizan. El policía sonrió, y algo se revolvió en su estómago.

“¿Por qué me ve así?” -le preguntó a la muchacha-.

“No, por nada...”

“Es que le gustás, man” -le dijo
su compañero-.

“¿Es cierto eso?”.

“¿Y, por qué no? Usted es hombre, yo soy mujer...”.

“Y, ¿qué va a decir su novio si se da cuenta que está viendo así a
otro hombre?”.

“Yo no tengo novio”.

“No”.

“Entonces -dijo el otro policía-, tenés esperanza”.

Y ella dijo:

“¿Por qué no?”.

Al policía se le salían los ojos, se le había secado la garganta, y la ansiedad lo consumía.

“Entonces, ¿podemos salir?” -le preguntó-.

“Pero yo soy niña, usted... o sea, que no he tenido marido...”.

La noticia era lo mejor que aquel hombre escuchara en su vida.

“¿De verdad?”.

“Y, ¿por qué le voy a mentir, usted?”.

“Pues, eso está mejor...”.

“Pero, dicen que ustedes los policías son malos con las mujeres”.

“¿Quién dice eso, usted?”.

“Así dicen”.

“Mentiras, usted... Pruébeme y va a ver que somos mejores que cualquier hombre... Nosotros sí sabemos cuidar a una mujer... ¿Verdad, vos?”.

“Claro”.

La muchacha suspiró.

“Hace calor aquí” -dijo-.

“¿Quiere tomar algo?”.

“Cómo qué?”.

“Un fresco, si usted quiere...”.

“Y, ¿a dónde?”.

“Aquí”.

“Y, ¿quién los va a invitar?”.

“Nosotros”.

“Uy, usted, pero tomarse aquí un fresco, con tanto enfermo, como que no
me parece...”.

“Entonces, vamos abajo... ¿Qué
decís, vos? ¿Vamos?”.

“Vamos, pues... De todos modos, este chavo está herido y no se puede mover de esa cama... Vamos”.

Y los cuatro bajaron las gradas, despacio, disfrutando de la compañía, y deseando que se alargara el tiempo.

Abajo, compraron refrescos, platicaron, Yeni no dejaba de ver al policía, y su amiga ya hasta le había dado un besito al otro.

“Y, ¿usted no me va a dar uno a mí?” -le preguntó a Yeni el policía-.

“Sí, usted, pero es que aquí hay
mucha gente...”.

El policía hizo bailar sus ojos en todas direcciones, buscando un lugar solitario.

“Vamos allí” -le dijo, encontrando una esquina, detrás de varios carros-.

“Bueno -le dijo la muchacha-; pero solo uno, y chiquito”.

Y le dio uno de esos besos que le dicen de tórtola. Y el policía sentía que se le salía el corazón del pecho.

Y, como un segundo con la mano en el fuego es como un siglo, y un siglo al lado de la mujer que se desea, es como un segundo, el tiempo pasó volando.

“Ya tenemos que subir -dijo el policía de Yeni-. Si vienen a supervisarnos y no nos hallan allí, nos castigan”.

“No se vayan ahorita”.

“Ustedes van a subir otra vez,
¿verdad?”.

“Sí, pero ya que estamos abajo, vamos a ir al súper para comprarle unas cosas a mi hermano, para que lleve mañana que lo trasladan. ¿Quieren que les
traigamos algo?”.

“Sí, lo que ustedes quieran”.

Los policías siguen esperando.

Cuando llegaron a la sala donde estaba interno el “Scarface”, este ya no estaba. Lo buscaron por todas partes, pero no lo encontraron. Preguntaron, indagaron, suplicaron, y, al fin, avisaron a sus jefes: El “Scarface” se había escapado del hospital. Cuando contaron cómo habían sido engañados, todo el mundo se rio de ellos. En una celda de la penitenciaría Marco Aurelio Soto recordaban aquel día, y aquella virgencita que se había burlado de ellos. Hasta hoy, Marcos, el “Scarface”, es uno de los más buscados por la Dirección Policial de Investigaciones (DPI). Nadie lo ha vuelto a ver. Un informante les dijo a los hombres de Inteligencia Policial que está en Canadá; otro les dijo que vive en Cuba... con la hermana Yeni. Pero, la verdad es que nadie sabe dónde está el “Scarface”, ni su madre ni su padre. Y los dos policías, seducidos por los ojos de una doncella, siguen esperando a que regresen del súper...

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